Hace unos días, mientras desempolvaba unos papeles que estaban guardados en una caja, me encontré con un pequeño tesoro: mi primer cuento. Un manuscrito con los primeros párrafos que salían de mi lápiz tembloroso. Me acuerdo que en aquel entonces, cuando lo escribí, tuve las mismas sensaciones que hoy en día todavía me sacuden: una sensación de hipnosis, de estremecimiento, un estado de trance que ocurre cuando uno echa a volar la imaginación. Este cuento salió de un sueño. Y cuando lo vi publicado en la revista Acequias, de la Ibero Laguna, hace quince años (¡no mames!) me morí de la emoción: fui y se lo presumí a mis padres, naturalmente. Estaba muy orgulloso de mi hazaña. Hoy lo presento con la misma emoción de entonces, porque ese primer cuento me hizo darme cuenta que me gustaba contar historias: Me adentró a ese fascinante mundo al que llamamos literatura. Que ustedes lo disfruten:
Niño perdido.
Me encuentro sentado, en el barrio sin gente, a la orilla de una banqueta; sólo la luz de un farol alcanza a alumbrar un poco esta noche profunda. Me observo detenidamente a mí mismo y descubro, perplejo, que mi cuerpo tiene el aspecto del de un niño pequeño de 6 años, cuando apenas una semana antes he cumplido los 23... ¿Qué pasa?
Me levanto tranquilamente de ese lugar, movido por la curiosidad de jugar con unos carritos de madera que están tirados en la acera de enfrente, y me emociona la posibilidad de hacerlos míos. Cruzo la calle sonriendo, con la esperanza de que esos juguetes no tengan dueño; pero el camino parece alargarse delante de mí: ¡voy a los juguetes que me darán felicidad! Pero de repente, un hombre de aspecto rudo sale de entre las sombras y me sujeta del brazo (yo no me asusto, me es familiar su rostro), me jala a la fuerza alejándome de los objetos de mi ilusión hasta desaparecer... Entonces, la luz del poste crece hasta convertirse en un sol gigante que ciega mis ojos, y comienzo a despertar lentamente, como a través de un túnel regresivo hasta llegar a la realidad. Ha sido una pesadilla.
Me incorporo de la cama confundido y en mi pensamiento van apareciendo de súbito recuerdos de dolor antes sumergidos en el olvido, imágenes de una figura opresiva... Camino a la ventana para no pensar más y veo que la noche permanece quieta. Para tranquilizarme un poco, froto mi rostro con las manos, y, al abrir el cristal ¡veo claramente que el pequeño está allá afuera, sentado en la banqueta! Como inevitable premonición, atado como todos al destino, el jovencito camina hacia los juguetes, se repiten los hechos, el hombre despiadado se acerca a él y miro su rostro: ¡sé quién es! Con gritos desesperados llamo desde la ventana para advertir al niño; pero él no me escucha, el hombre lo sujeta con fuerza y se lo lleva para perderse en la absoluta oscuridad.
Y ahí, quedándome mudo de la impresión, caí sobre mis rodillas en un desprendimiento de los sentidos, aceptando con tristeza que mis labios nunca más volverían a sonreír... Aquel hombre me había robado mi infancia.
Matamoros, Coahuila 1995.
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