jueves, 16 de diciembre de 2010

La ruta


Cuántas historias no se viven en las centrales de camiones. En los trayectos. En las calles, mientras esperamos el autobús. Porque todos hemos viajado en autobús alguna vez. Todos. Incluso Borges, incluso el millonetas de Slim. Yo, particularmente, los he usado mucho. Demasiado. Pero cada persona tiene su propia historia que contar, de acuerdo a su visión, de acuerdo a la ventanilla que le tocó mirar mientras viajaba. El solo destino; es decir, la ciudad a donde uno se dirige, daría la tela suficiente para cortar varios ensayos, pero es necesario volver unos días atrás, cuando nos cruzó por la mente que queríamos o necesitábamos tomar esa ruta.

Siempre que me encuentro en las terminales, me gusta ver el rostro de las personas, y trato de adivinar la razón por la que los tiene ahí. La mayoría de las veces veo caras sin expresión, rostros sombríos, quizá con el deseo guardado de no encontrarse en aquel sitio. Ahí no hay ricos ni pobres; bueno, sí los hay, pero a todos nos viene valiendo madres, porque sólo queremos llegar con bien a nuestro destino. Hay tantas anécdotas... Como la más reciente, cuando hice un viaje por Guatemala. Resulta que allá no existen centrales camioneras como en México. No es como aquí, que se concentran todas las líneas en un solo punto, llevando a la gente a cualquier lugar de la república, con o sin escalas. Para viajar allá, hay que trasladarse a varias colonias, dependiendo a dónde se quiera ir, porque las diferentes líneas de buses (así les llaman) se encuentran en varias localidades. No hay una buena infraestructura de transporte, como se ve. Los autobuses suelen ser folclóricos, y por lo regular, muy coloridos. Son camiones guajoloteros, rutas que tienen asientos para dos personas pero donde se sientan tres. Los moscas, que son las personas que le ayudan al chofer a cobrar, anuncian la llegada y salida de la unidad. Son unos verdaderos acróbatas, porque toman tu equipaje, lo montan en su espalda y lo suben al techo ¡con el autobús andando en carretera! Una delicia lo que te encuentras por aquel país centroamericano…

Con los autobuses tienes la ventaja de que puedes comprar tu boleto a última hora, incluso dos minutos antes y salir corriendo a alcanzar la unidad: si el chofi te ve agitando los brazos como loco, te puede subir si anda de buenas, cosa que no ocurre con los aviones, por ejemplo; a menos de que el piloto sea graduado de la escuela de pilotos de tepito, probablemente le ordenaría a la aeromoza, “güerita, dele chance al valedor, ábrale la compuerta; total, si vamos a caber toditos en el infierno, por qué en este pájaro con alas de acero no… ¡pásele pa tras, señito, y arrejunten un poco más las nalguitas!”

Si va a viajar en autobús, le voy a pedir -de la manera más atenta-, que siga estos consejos, por favor: 1) Si viaja, no tome. Es muy desagradable observar a un vato chupando arriba de los camiones, sobretodo si se güacarea en él. 2) Si ve que sube una embarazada, no sea huevón, déle el asiento. Total, unas cuantas cuadras que se chute parado no le va a causar ningún malestar: gánese el paraíso. 3) No sea naco, no le agarre las nalgas a las pasajeras cuando cruce por el pasillo. 4) No vaya diciendo “¡adiós, mamacita!” por la ventanilla a toda mujer guapa que vea por la calle. 5) No raye los asientos. No son obras de arte sus garabatos impúdicos. 6) Pida su parada con anticipación y no distraiga al operador de la unidad, a menos de que quiera escuchar todo el camino historias salidas del libro vaquero, o verdaderos dramas como los del programa La Rosa de Guadalupe.

Y una última cosa. Cuando baje de la unidad dé las gracias al chofi: aunque los vea greñudos, con lentes oscuros, de mal humor y con las cumbias a todo lo que dá, ellos a final de cuentas también tienen su corazoncito. Muy en el fondo, pero lo tienen.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Lo simbólico


Estrechamos vínculos. Nos diluimos en las cosas. Queremos trascender nuestra esencia a través de lo real. Y para lograrlo, nos servimos de los símbolos: cuando queremos expresarle a alguien que estará aquí por el resto de la existencia, se lo decimos con un obsequio: un anillo de compromiso, una pulsera, un tatuaje. Y ese símbolo adquiere un valor casi sagrado para nosotros. Proyectamos en él un resumen de nuestra vida a su lado: Es, digámoslo en términos cosmológicos, la singularidad desnuda de una historia compartida.

Los símbolos son una fuente importante de recuerdos. Con ellos tratamos de materializar lo que no se ve, lo que no se toca, pero que representa algo concreto. ¿Pero qué tan importantes pueden llegar a convertirse? ¿Habrá en este planeta una persona que no sienta apego por algo material, que le fue dado por alguien? ¿Se puede vivir dejando de lado todo lo que algún día ocupó un espacio en nuestros sitios? ¿Y cómo saber si no se ha cruzado la línea entre la nostalgia y la locura?

Además de ser una luz brillante, reparadora, en determinados momentos de soledad, los recuerdos también pueden llegar a convertirse en un verdadero infierno. Pueden ser entidades de autoflagelación, de masoquismo. A estos objetos tangibles podemos atribuirles incluso poderes sanadores cuando no los tienen. Un crucifijo no cura. Lo que sana es la fe: Para una persona, una corcholata que ha encontrado a su paso puede ser la cosa más valiosa de este multiverso en el que vivimos; para otra, su colección de coches deportivos lo es todo. Todo depende del filtro, de lo empañado que esté el cristal con el que vemos. El cerebro humano logra efectos maravillosos en tales casos. Crea magia…

Mi abuelo guardaba todo. Cualquier cosa que le resultara práctico o importante, lo acumulaba. No sé si al mirarlo, años después, le trajera vivencias, le regresara una parte del pasado, como boomerang que retorna a nuestras manos después de unos minutos de ser lanzado. Lo que sí me queda claro es que todos tenemos la necesidad de perpetuar los bellos momentos. Y es que, tarde o temprano, serán nuestra tabla de salvación. Nos aferraremos a ellos cuando nos abrume una terrible depresión. Queremos tener muy presente que aquello existió y no fue un pálido sueño que nunca vio la luz.

Hay objetos de los cuales podemos prescindir. Si un buen día resulta que odiamos a la persona que nos dio ese artefacto simbólico, podemos tranquilamente lanzarlo al vacío para que la gravedad haga su trabajo. Podemos deshacernos de él en un arrebato de dolor. ¿Pero qué pasa con lo que no? Por ejemplo un tatuaje, una casa, y, ¡qué tremenda locura!, un hijo. ¿Un hijo puede llegar a ser un objeto simbólico? ¿Hay quien se atreva a pensar que, para recordar por siempre a una persona, se puede hacerlo procreando un hijo con ella? No quiero ni imaginarlo.

No es bueno aferrarse violentamente a los símbolos. Corremos el riesgo de convertirnos en ellos. Es mejor tratar de mantener un equilibrio. Ser el instante, no vivir en él. Es cierto que habitamos momentáneamente hermosos paraísos cuando miramos eso que nos dejaron. Sí, se abren los poros, la sangre se acumula y hierve. Pero hay veces que es mejor viajar ligeros.

De todos modos, lo que fue verdaderamente valioso nunca se perderá:
Aunque no existan vestigios concretos, lo que algún día nos hizo felices se quedará guardado muy adentro.

jueves, 14 de octubre de 2010

Un don


Te encuentras confundido, mareado (más bien crudo), un domingo por la mañana, y tomas, como puedes, el control de la televisión. No hallas qué ver. No hay nada. Le estás cambie y cambie; cuando de pronto, irrumpe en la pantalla, un canal de música acá, loco, muy culto, de esos donde presentan a grandes intérpretes de la onda grupera, con escenas de telenovela, donde un gordito simpático de cabello largo saca a relucir un talento actoral insospechado, haciendo el papel de galán que sale en busca de su amada, una güerita despampanante, de las que bailan afuera de los oxxos. Todo esto sucede normalmente los domingos, cuando buscas algo qué ver en la televisión abierta porque no tienes cable. Sí, es una verdadera desgracia. Descubres lo que ya se sabe: que la música se ha banalizado terriblemente.

Adentrándome en el mundillo de la composición, encuentro que existen dos clases de compositores: aquellos a los que les pagan por hacer una chamba musical; y los otros, los comprometidos con el arte de sus canciones. La diferencia básica es que los primeros cumplen un objetivo concreto: que un intérprete logre posicionarse en la industria musical. Es obvio que las canciones mejor logradas son las realizadas por los segundos. Esto, sin embargo, no es justificante para que los temas que escuchamos en la radio, en la televisión, sean realmente deplorables. Me explicaré.

Hay ciertas reglas no escritas en el arte de la composición. Mencionaré sólo algunas: correcta acentuación de las palabras, seguimiento puntual de la métrica, no abordar temas trillados ni usar lugares comunes, y no realizar melodías predecibles. Una buena canción no necesariamente tiene que ser un gran poema; aunque ambas debieran ser un vehículo que nos conduzca al asombro. Un tema musical no tiene que enseñarnos nada de la vida y tampoco tiene que ponernos a indagar sobre el sentido de la existencia, pero sí debiera trastocarnos. No deja de ser, a final de cuentas, una obra de arte: son manifestaciones insobornables del espíritu.

Los compositores que escriben para artistas como RBD, Belinda o Paquita La Del Barrio, tienen algo en común: son unos huevones. No se quiebran mucho la cabeza, con que encuentren una melodía pegajosa, le metan dos o tres versos cursis, un “eres el aire que respiro”, “no puedo ya vivir sin ti”, o un “muéveme el pollo que está en el asador”, ya la hicieron. Lo más patético es que hay quien cree que son unos genios, que tienen malicia para hacer estos artefactos maravillosos. Pero no se confundan. Hablar sobre temas “modernos” en las canciones, meterle palabras como facebook, meils, o abordar el machismo de manera abierta, o sobre la liberación femenina, o el narco, no es tener malicia. No pierdan de vista que los compositores de esta calaña sólo buscan llamar su atención. Son, en cierto sentido, mercadólogos. Les quieren vender, y punto.

Es triste escuchar canciones sin pies ni cabeza. Letras escritas sobre una servilleta. Los compositores no se toman la molestia en hacer encajar de manera natural las palabras sobre la melodía. Ahí donde no cabe cierto verbo, ahí mismo lo quieren meter los irresponsables, como si quisieran empujar a un elefante en un pobre bochito. Pongamos por ejemplo una canción del Buki, “Si te pudiera mentir” (que lo único rescatable son los arreglos), aquella que dice, “no existe fórmula para olvidarte, que eres mi música y mi mejor canción”. La melodía exige acentuación en ciertas sílabas, de manera natural, es como un río que va buscando su propio cauce, pero Marco Antonio Solís quiso conducirla por su propio arroyo, valiéndole, y derivó en esta mala pronunciación: “no existe formulá para olvidarté, que eres mi musicá y mi mejor canción” (las tildes son mías). O el caso de una canción de Kalimba (que por cierto canta muy bien), el tema “Antes de ti”, monumento a la monotonía, donde se oscila dramáticamente dentro de un Re y un Sol en toda la canción, además de que el estribillo no es sino una continuación invariable de las estrofas.

En general hay buenos músicos en México, pero malos compositores. Es cierto que distintas canciones provocan diversos estados de ánimo: uno no prende una balada para ponerse a bailar, y tampoco escuchamos una cumbia para hacer un viaje místico, alucinante, a las profundidades del alma. Pero el oído no miente: la sonoridad de las palabras, su métrica, lo dicen todo. La letra y la melodía deben hacer un baile acompasado, rítmico, sutil, deben ir juntos, como el vuelo de las aves, nunca chocando, nunca amontonándose, siempre buscando la perfecta armonía que nos haga vibrar.

Porque la música, ese don que nos dieron a nosotros y a los animales, es de las cosas que le dan sentido a la vida... Por eso: ¡Di no a la banalización de la música!

lunes, 27 de septiembre de 2010

Lo que más importa en la vida


Los seres humanos estamos cuestionándonos todo el tiempo. Llegamos a formularnos preguntas complejas, profundas o estúpidas, que suelen robarnos minutos preciosos que corren, se van y nunca volverán, hasta que encontramos una respuesta convincente, o de plano, nos quedamos todavía más confundidos de lo que estábamos. La vida está hecha de instantes, de experiencias, de recuerdos. Unos, los sucesos menos gratos, quisiéramos liquidarlos como cucarachas debajo de nuestros pieses, hacer como que nunca ocurrieron. Pero otros, los más afortunados, queremos hasta volver a repetirlos, de lo sublime que llegaron a ser para nosotros. ¿Pero cuáles son las cosas de la vida que realmente importan? ¿El dinero, la salud, la tecnología, los paseos, el conocimiento? Si la maestra del colegio nos encargara una tarea, hacer una pequeña lista con los acontecimientos que creemos son los más trascendentes en la vida, ¿cuáles serían? He aquí una rápida enumeración general de lo que yo considero importante, una serie de instrucciones que debería venir bajo la axila de todo niño, que no tiene nada que ver con mandamientos de ninguna especie: ama, viaja, haz amigos, desarrolla algún talento, trabaja… ten un hijo.

Cuando nació mi sobrina Ángela Michelle, sentí que a través de mi hermano se había cumplido uno de esos acontecimientos bellos que tiene la vida, un antes y un después en la historia de mi familia: verla tan frágil, tan misteriosa, con unas ansias ciegas por tocar las cosas, con un lenguaje secreto y profundo, me sacudió terriblemente la existencia... Imagino su futuro. Lo veo. Es un camino hermoso, rodeado de rosas radiantes, de refrescantes aromas, de luminosos colores, con un cielo despejado y una cometa volando pacíficamente en su horizonte. Cuando la tomé en brazos por primera vez, estuve en contacto por algunos segundos con un paraíso increíble. Sus ojos cerrados guardaban impenetrables misterios. Su silencio, su sueño, me hipnotizó. Lloré. Me inundó una paz completa. Mi cuerpo se incendió de placer. Parecía que me había contagiado al tacto con una extraña enfermedad llamada dicha, que sólo pocas personas esenciales transmiten. Y ella es especial. Al abrir los ojos, se encendieron dos soles: Se inundó la habitación de una luz blanca, tersa, reparadora que nos cubrió a todos. Fue como si sus manos pequeñitas hubieran depositado una bella flor en mi alma.

Ya te veo caminando, Angelita, te veo cantando y riendo por todo lo que te rodea, y tus abuelos y tus padres detrás de ti, cansados porque tú no quieres dormirte, complacidos porque disfrutas la vida a plenitud. Yo quiero estar ahí contigo, hermosa. Lo voy a estar. Alentaré tu espíritu cuando lo necesites. Apoyaré en tu educación y en tu bienestar. Eres ya una parte importante para todos nosotros. Quiero verte sonreír, quiero que seas muy feliz: Cuando me digas “tío, te quiero mucho”, estoy seguro, me moriré de un soponcio ahí mismo, y correré y gritaré como un loco porque me harás inmensamente feliz.

Esto, como se ve, dejó de ser lo que pretendía ser, una reflexión, y se convirtió de pronto, naturalmente, en una oda a la vida de mi pequeña sobrina, a la que valoro tanto.

Angelita, tu llegada ha bendecido nuestras vidas: Nos has dado una inmensa fe (y una renovada alegría) para continuar con entusiasmo este breve, sinuoso y violento trayecto en que se ha convertido la vida.

jueves, 29 de julio de 2010

Avalancha del crimen


Supongo que todo comenzó así:
Desde el comienzo de los tiempos hubo maldad. Desde la más primitiva, cuando un molusco le robaba el bocado a otro, hasta la más vil, cuando un hombre cruel con una quijada de burro asesinaba a su propio hermano. Así comenzó la avalancha del crimen, esa maldita violencia que ya nadie podrá detener. Sin un plan determinado, sin un guión, el crimen comenzó a fraguar una carrera muy redituable a la que todos, en distintas épocas de la historia, hemos ayudado a cristalizar.

La maldad no existe, es cierto. Es un concepto propio del Hombre. Sin embargo, es real. Se expande como el universo. Engaña a los débiles, que quieren pasar por valientes, y a los cobardes: a ellos, los seduce con la idea de poder. Por eso no es raro ver a jóvenes involucrados en el crimen organizado, chiquillos sin idea de lo que están haciendo, sólo dejándose llevar por un instinto primitivo, el de querer sentirse con más poder, ser alguien en el ámbito donde se desenvuelven. ¿Y qué es el poder, en esencia? La idea de que puedes matar. Uno se somete al poder porque no quiere morir.

Hemos perdido la capacidad de asombro. Ya no sentimos. Nos tocamos la piel y no ocurre nada. La violencia ocupó también nuestros cuerpos, como un cáncer. El crimen no podía hacer las cosas tan abiertamente si antes no contaba con el consentimiento del poder oficial. Por eso reclutó al gobierno. Para algunos, era negocio redondo y se enrolaron por convicción; otros fueron conducidos a la fuerza, con amenazas. Es una verdadera pesadilla cuando eso ocurre. ¿Cómo soportar la sola idea de ver a nuestros familiares sufriendo? Por eso tenemos que ceder. De eso se vale el crimen, del miedo. Es su leit motiv.

El crimen organizado evolucionó. Mutó. Antes tenía ciertas reglas no escritas. Tenía, en cierto sentido, su propia “moral”. Ahora eso ha cambiado. Ha incorporado elementos del terrorismo, pero sin ideología, que es todavía peor. Matar por matar. Sin sentido. El crimen organizado se ha vuelto astuto, hay que reconocerlo. Pero nunca superará a la inteligencia de un gobierno, aunque parezca lo contrario. Lo que ocurre es que la inteligencia del gobierno no sirve de nada mientras esté comprada. La tecnología, la metodología, existen, pero no se aplican porque los altos funcionarios inmiscuidos no lo permitirán. Soslayarán los actos de violencia porque también van de por medio sus propios intereses. Mientras los altos mandos corruptos no sean liquidados, los verdaderos funcionarios honestos no podrán hacer nada, tendrán las mismas cadenas que los atarán por más que quieran actuar de buena fe.

Nuestro sistema social también está cambiando. Se está implantando un nuevo orden: el del crimen organizado. Ya está cumpliendo algunas funciones que le correspondían únicamente al Estado: Cobrar impuestos, brindar protección, implantar toques de queda, controlar el mercado y la industria. Imparte su propia “justicia”: estás conmigo o contra mí. Por eso es hora de replantear nuestro sistema de justicia. Buscar alternativas. Dejemos los tabús y los prejuicios. Que ya no nos asusten temas como la pena de muerte. Debatámosla. Porque, ¿qué es el sistema penitenciario sino un caldo de cultivo de odios, venganzas y criminales? Nadie se reforma ahí. Nadie. Es una ley de la selva. Es un sistema de corrupción. Ahí mantenemos a los delincuentes, les damos de comer, les damos techo, los recompensamos. Eso en el mejor de los casos, porque en el peor, los delincuentes siguen operando impunemente desde adentro, a tal grado que con el consentimiento de los directivos, salen a matar a más personas con las mismas armas de los oficiales. Después de esto, ¿alguien sigue creyendo en el sistema penitenciario?

Suena irónico, pesimista y absurdo, pero quizá sólo tendremos una salida: que ocurran las profecías del 2012. Sólo algo catastrófico podrá movernos del mutismo, del miedo, de la inmovilidad. Los mayas, en sus predicciones, auguraban un gran cambio para la humanidad, una elevación colectiva de la conciencia. Cuando escuchábamos esto en la televisión, nos daba risa. Sonaba a ficción. Pero no nos vendría nada mal un cambio así en nuestros espíritus. Porque nadie quiere cambiar. Estamos esperando a que otro, quien sea, un súper héroe, un revolucionario, inicie algo grande. Nosotros sólo queremos ver fútbol, apoyar a nuestra selección. No estamos dispuestos a salir y armar un gran movimiento porque pensamos que el siglo XXI ya no está para esas cosas. Somos pobres con actitud de burgueses: no tenemos determinación.

¿Qué nos queda, pues, si la Humanidad ya no tiene remedio? ¿Quedarnos de brazos cruzados? ¿Esperar la segunda venida de Cristo? No. Si no estamos dispuestos a unirnos, a solidarizarnos, a caminar hombro con hombro, entonces hagamos cosas pequeñas. Empecemos con nosotros mismos. Siempre habrá algo que cambiar. Es posible una renovación. Sólo hay que mirar adentro y ver qué estamos haciendo mal.

Al final de cuentas, las avalanchas también tocan fondo.

martes, 6 de julio de 2010

La Gran Paloma


Nos gustaba tronar palomas en el barrio. Comprábamos de las grandes, de las de a veinte pesos, esas de papel y pólvora, triangulares, con la mecha (las tripas) saliéndosele de las entrañas. Las encendíamos y las poníamos debajo de un bote de tornachiles: Después de unos segundos de angustiante espera, tronaba pero bien hermoso. La explosión era terrible. Si alguno de nosotros se nos ocurría ir a asomarnos para ver por qué no había tronado (porque a veces sucedía que la mecha no agarraba) podía ser fatal. De hecho conocíamos la leyenda de aquel niño que había perdido su mano por el estallido de un cohete; por eso les teníamos respeto. Y esto viene precisamente al caso porque he tratado de imaginar qué tan terribles o violentas pueden ser las explosiones de mayor magnitud, como las supernovas, si las palomitas que tronábamos en la calle eran, ya de por sí, muy estruendosas.

En esta difícil y compleja realidad, existen distintas clases de explosiones: Desde las más ligeras como las cebollitas, esas que nomás hacen chispas y un poco de zumbido; pasando por las granadas de fragmentación, que su poder de destrucción comprende algunos metros a la redonda; las bombas nucleares, que pueden arrasar ciudades completas, recordemos Hiroshima y Nagasaki; hasta las más increíbles y colosales, como las supernovas. Pero el estallido por antonomasia, aquel que se lleva el aplauso del respetable de pie por varias horas, es sin duda la Gran Explosión: el momento mismo del surgimiento del Universo.

El espacio es un lugar violento. Muy peligroso. Pareciera que las estrellas al morir (de hecho no mueren del todo, siempre están evolucionando y convirtiéndose en otros objetos más o menos complejos, como planetas, estrellas de neutrones, magnetars, enanas blancas, incluso en cuerpos tan misteriosos y complejos como los agujeros negros), quisieran ser recordadas para la posteridad. Cuando un objeto estelar como nuestro Sol no puede generar más procesos de fusión nuclear, ocurre que la gravedad finalmente vence su masa; éste se contrae a tal punto que ya no puede sostenerse y termina cayendo sobre sí mismo. Sucede entonces una supernova: el estallido más poderoso en el espacio. El destello y la destrucción que deja a su alrededor son inconcebibles. Pobres de los planetas que se encuentren en su órbita. No quedaría nada de ellos. La luminosidad de estos eventos puede detectarse incluso en galaxias próximas.

Pero nadie está preparado, ni los extraterrestres más avanzados quizá, para comprender la majestuosidad, la increíble potencia y energía que generó la Gran Explosión, ese preciso instante en que tiempo y espacio comenzaron. Todo lo que hoy conocemos proviene de ese momento: de un punto comprimido hasta el infinito, una singularidad, que de pronto y sin decir agua va explotó de una manera increíble, inconcebible, dando lugar a toda la materia existente, las leyes de la física, las galaxias, la vida inteligente, absolutamente todo. No estamos hablando de lucecitas montadas para escena, o de simples fuegos artificiales. No. Lo que ahí ocurrió no abarca siquiera todos los cohetes juntos, las granadas, las bombas o arsenal nuclear completo del planeta, ni todas las supernovas juntas en todas las galaxias. Lo que pasó en la Gran Explosión no tiene comparación ni precedente alguno. No tiene madre.

Si se me apareciera un genio en medio de una botella de cerveza Indio y me concediera tres deseos, pediría: una noche con Scarlett Johansson, la paz mundial (esta respuesta me la enseñaron en un concurso de belleza), y presenciar en primera fila, sin consecuencias catastróficas para mí, por supuesto, el momento de la Creación: Ver cómo salen disparados los gases, las luces, el fuego primordial; cómo se van formando los cúmulos; cómo empieza la gravedad a surtir efecto en los objetos y comienzan un baile cósmico fascinante… ¡qué chulada de evento contemplaría!

Me imagino ahí, en mi silla, mirando a mis anchas, y pienso lo siguiente: La Gran Explosión es la paloma de a veinte pesos de Dios: un buen día, en su travesura, la encendió con un cerillo, la arrojó en medio de la nada y explotó, dejando tras de sí un caos terrible.

Y se fue nervioso, silbando, con las manos en los bolsillos, antes de que alguien lo cachara.

miércoles, 30 de junio de 2010

Inmortales


No todo el mundo quiere presenciar el final de los tiempos. No todos quieren pasar la frontera de los cien años, hacerse rucos. Aunque hay algunos locos que sí. Pero para lograrlo, tendrán que apañar primero algunas maravillas tecnológicas dignas de ciencia ficción. Pero no cuentan con que, matemáticamente, es imposible vivir para siempre. De una u otra forma tenemos que morir. Sólo algunas cosas han permanecido desde que todo esto comenzó: algunos elementos químicos, la radiación de fondo, las leyes de la física. Pero todo lo demás, tarde o temprano cuelga los tenis. Chupa faros. Baila las calmadas. Ni siquiera la Tierra, nuestra madre, tendrá un final feliz. En algún punto colapsará. El propio Sol, cuando gaste su combustible, nos llevará a todos entre sus rayos y centellas. Entonces, ¿cómo suponer que la vida de un ser humano, no digamos ya la del Hombre, más bien la vida, a secas, puede durar para toda la eternidad?

He escuchado en un documental de Discovery que en un futuro no muy lejano seremos inmortales. Y como lo dice ni más ni menos que El Canal, con mayúscula, ¿cómo no sentirse abrumados con tal aseveración? Explicaban algo más o menos como lo siguiente: “Las microcomputadoras examinarán las capacidades neurológicas de una persona y cargarán el conocimiento, la experiencia y la personalidad, a un dispositivo de almacenamiento masivo. Entrarán al cerebro en tiempo real con nanobots, escáners del tamaño de una célula, y se esparcirán dentro del torrente sanguíneo. Harán un mapeo de todas las neuronas y recopilarán todos los detalles de los neurotransmisores, concentraciones de iones y conexiones interneurales, todo lo que nos conforma. Esto será factible. Llevará algo de tiempo, pero las implicaciones serán asombrosas. Una de ellas es la posibilidad de la inmortalidad. Se puede tener un respaldo de nuestros archivos: si el equipo muere, no será el final, sólo se transfieren a otra máquina y listo. Incluso pueden autorreplicarse y mejorar constantemente su diseño.” Esto es algo muy loco, por su pollo. ¿Pero qué satisfacciones podría provocar una vida así? ¿Uno podría amar? ¿Los bits de información podrían darnos alegrías? ¿La combinación de ceros y unos podría otorgarnos placeres? ¿Conviviríamos con los demás, ahora sí, sólo por Facebook? Es difícil imaginarlo.

El ser humano tiende a querer alargar su juventud. Quizá es una variante de la inmortalidad, pero está más relacionado con el deseo a ser bellos (con la vanidad), que al hecho en sí de querer trascender en el tiempo. Y en ese intento de seguir siendo jóvenes nos ponemos mascarillas, nos hacemos operaciones estéticas, tomamos tés que eliminan toxinas (los modernos elíxires de la eterna juventud), pero todo no recae más que en la superficialidad.

Creo que a la Humanidad le queda a lo mucho un milenio más. Lamentablemente estamos a expensas de muchos peligros: la autoaniquilación por guerras nucleares, los riesgos del espacio exterior (choque de meteoritos, disparos directos de viento solar, cambio de polaridad de la Tierra), la inminente gran explosión de Yellowstone, cambio climático extremo, hambrunas, invasiones extraterrestres y un gran etcétera.

En un futuro, los más afortunados llegarán a los ochenta con cordura, si tienen suerte. Pero nadie será inmortal. Es imposible. Sólo hay uno que se escapa constantemente a las garras seductoras de la Santísima: el gran Mum-Ra, cuando su cuerpo decadente se transforma al invocar a los antigüos espíritus del mal.

martes, 15 de junio de 2010

Un sueño realizado


Cuando a uno de chiquito le preguntan ¿qué quieres ser de grande?, de inmediato brincan las respuestas al cielo, como frijoles saltarines: “Bombero, doctor, abogado, astronauta”. Uno como padre (no soy padre, pero qué diablos) fomenta en los hijos esos sueños, haciendo todo lo que esté al alcance de la mano para apoyar las metas que inocentemente se han propuesto esos pequeños rufianes: Si quiere ser futbolista, se le van comprando balones, se le inscribe en la liga municipal de futbol; si va a ser maestro, se le enseña a hacer sumas y restas, a leer mucho; y si va a ser diputado, ya no es necesario enseñarle nada, ni siquiera a mentir ni a robar, eso solito lo va a aprender cuando crezca.

Pero si el sueño de nuestra nena es ser una pornstar, ¿qué se puede hacer ante semejante revelación? ¿Qué se le inculca en estos casos? ¿Cómo lidiar con este dramón? Complicado, por supuesto. No es tan sencillo como hacerse los sordos, que al cabo al rato se le pasará. ¿Pero a qué sueños tenemos derecho los seres humanos? Visto con los ojos de la moral mexicana (una moral machista), es un sueño perverso, maligno, que no debe ser llevado a cabo por ningún motivo mientras uno viva, faltaba más. Seguramente la madre de esa niña, angustiada, la llevaría directo con el padre Benito Candelas para que la conduzca por el buen camino. “Que rece cincuenta padres nuestros, doscientas aves marías y lávele la boca con pinol y agua bendita”, seguramente sentenciará el cura para liquidar el asunto. ¿Pero el hecho de desear algo con todas las fuerzas, por muy indecoroso que pueda verse, no es ya suficiente para obtener el consentimiento y aprobación de los demás?

Cualquier profesión u oficio son corruptibles. Y cuando una actividad que tiene que ver con la sociedad se corrompe ¡aguas!, suele tener daños colaterales funestos: Un policía, digamos, cuando es de los buenos, le trae al pueblo paz, seguridad; pero no así un policía que sólo se aprovecha del poder para extorsionar al ciudadano (cosa que sucede quizá en Europa pero nunca en este país, pero tenía que poner un ejemplo). Un juez de los chidos podría llevar la impartición de justicia a niveles utópicos, sublimes, pero cuando cede a las jugosas mordidas de los ricos e inclina la balanza del derecho a su conveniencia, le causa mucho daño a la sociedad. Un socorrista de los pocamadre brinda los primeros auxilios y se convierte, muchas veces, en la diferencia entre la vida y la muerte para los accidentados, pero cuando sólo se dedica a bolsear a la víctima para sacarle lo último que le queda (y que ya no le hará falta), qué terrible acto de deshonestidad. Estos hechos, como se ve, causan perjuicios reales a los demás, no imaginarios. En cambio, la pequeña de nuestro caso no le hará daño a nadie más que a los que se quieran sentir ofendidos, y eso será relativo, no directo.

Esperanza Gómez, voluptuosa joven colombiana de mi edad (pensándolo bien podría ser mi novia), cuando desde chiquita tenía ya la inquietud de participar en videos de contenido erótico, vivió esta situación en curva propia. Y cuando decidió lanzarse al mercado pornográfico estadounidense, ya de grande, se enfrentó a la moral del pueblo colombiano que la juzgó. Pero a ella no le importó. Y ahí la tienen: Desafió la corriente de un río enfurecido de prejuicios. Nadó sin detenerse hasta llegar a la otra orilla, sólo para ver realizado su sueño. Un sueño poco convencional, sí, pero sueño a final de cuentas.

Y ahora es famosa y muy feliz: una felicidad tan parecida y legítima, quizá, como cuando un estudiante universitario termina su carrera profesional.

viernes, 28 de mayo de 2010

Soy


He llegado a los treinta. ¿Pero sé quién soy?

¿Qué soy? ¿De qué estoy hecho? ¿Cómo me compongo? ¿De qué materiales estoy fabricado, cuáles me conforman? ¿Cuál es mi estructura? ¿Soy una serie de átomos arrejuntados el uno sobre el otro o el espacio que hay entre ellos? ¿Soy huesos, soy carne? ¿Soy una serie de creencias arraigadas en el pensamiento o las que reprocho? ¿Soy mi cerebro o mi corazón? ¿Soy mi alma? ¿Soy lo que busco, lo que deseo, lo que sueño?

¿Soy el resultado de un encuentro amoroso? ¿Soy producto de una concepción? ¿Fui diseñado previamente? ¿Qué me define? ¿Soy todos mis yos? ¿Soy el espacio que ocupo o el hueco que dejo cuando me voy? ¿Cuál de todas mis máscaras es la que realmente me proyecta? ¿Soy informático, cantautor, escritor? ¿Soy mi profesión, lo que estudié, lo que trabajo? ¿Soy lo que he escrito, las canciones que he compuesto, los programas que he realizado? ¿Tengo una personalidad definida? ¿Soy mi pasado? ¿Soy las personas que he amado, las que me han amado? ¿Soy mi presente? ¿Lo que tengo ahora? ¿Soy lo que poseo? ¿Las cosas materiales, los bienes? ¿Soy lo que he abandonado, lo que he dejado en el camino? ¿Cuál es mi esencia? ¿Soy lo que hablo, lo que insinúo, lo que callo? ¿Soy los secretos que he guardado? ¿Soy lo que acumulo? ¿Lo que toco? ¿Soy este cuerpo, este rostro, esta piel? ¿Soy lo que veo en el espejo o lo que otros ven en mí?

¿Soy la sombra que dibujo en el suelo? ¿El aire que me atraviesa, el agua que fluye dentro de mí? ¿Soy el torrente violento que se amontona en mis venas, esta sangre enfurecida? ¿Lo que respiro? ¿Soy mis desechos? ¿Los partidos de fútbol que he jugado, las horas que paso en el gimnasio, frente al televisor, en Internet? ¿Soy el futuro, lo que intento construir, lo que visualizo para mí? ¿Me reconozco en las personas que conviven conmigo, en mis amigos? ¿Descubro mi silueta en mi casa, en los pasillos que recorro? ¿Soy las ciudades en las que he vivido, las que he visitado, en las que he dejado mis huellas? ¿Soy los besos que he dado, la pasión que he tatuado en otros cuerpos? ¿Soy mis espermas? ¿Los hijos que procrearé? ¿La mujer que poseeré? ¿Soy las vidas que he vivido, las reencarnaciones que he tenido, los círculos que no he podido cerrar? ¿Soy el sufrimiento que me ha desgarrado? ¿Soy un sueño, una ilusión? ¿Soy una realidad, una bella mentira, una irrefutable verdad? ¿Soy vida? ¿Quién soy?

Sé quién soy. Hoy más que nunca lo sé: Soy todo esto.

Soy. Eso me hace muy feliz.

Foto: Crisstina Carrillo. http://cristina-carrillo.blogspot.com/

martes, 11 de mayo de 2010

Tocado


Hoy en día está de moda no creer.

El nihilismo es lo de hoy. Si no eres ateo, corres el riesgo de no ser tomado en serio. ¿Pero creer significa ser un tonto? ¿La inteligencia lleva necesariamente al desconocimiento de lo divino? La inteligencia sola, sin un resquicio de humanidad, es frívola.

Si a uno le quitaran todas las capas de su ser, como a una cebolla, ¿qué quedaría de nosotros? ¿Nuestra alma a qué se aferraría entonces?

La búsqueda personal de Dios a veces toma los rumbos más extraños. Uno de esos caminos puede ser la religión. Otros, el futbol. Podemos atender a la historia de las religiones y adentrarnos en la tradición oral y escrita. Hallaremos entonces ciertas inconsistencias y una que otra verdad engañosa. Las pruebas que ahí se nos presentan son de dudosa calidad. El científico entonces refunfuñará: “necesito pruebas contundentes, tangibles, en donde cada persona en este planeta pueda reproducirlas sin lugar a controversia”, y tiene razón. Al científico le hubiera gustado que el mensaje de Dios fuera irrevocable, como las leyes físicas que aplican a todo el Universo visible, donde hasta los extraterrestres están sujetos a ellas. Que ese mensaje de Dios no estuviera cifrado y que no le perteneciera sólo a una época concreta del Hombre, sino que fuera infinita, que se pudiera medir inclusive con las matemáticas, esas desgraciadas visionarias.
Pero si el Universo fuera autosuficiente, si la realidad estuviera finamente estructurada por el azar; si el Todo que ahora vemos realmente hubiera sido producto de la colisión azarosa de los átomos, sin un fin determinado, ¡esto verdaderamente estaría loquísimo! La casualidad entonces resultaría también extrañamente perversa. La cuestionaríamos. Sería sujeta de sospecha. Porque, ¿cómo es posible que entonces surgiera la vida en la Tierra? ¿Cómo es que una serie de acontecimientos paulatinos, progresivos, sutiles, produjeron máquinas pensantes como el ser humano?

Mi búsqueda personal de Dios ha sido un continuo vaivén. He pasado de ser creyente a ateo, y de ateo a agnóstico. Y viceversa. Nunca he estado conforme. Hay veces que realmente me he clavado en la cuestión y mi búsqueda ha sido obsesiva. Otras veces me olvido del tema y me dejo llevar por el arrollo pacífico de los acontecimientos. Creo que mi postura actual es ser agnóstico. ¿Pero un agnóstico es en realidad un ateo sin el coraje de sus convicciones? Quizá. Lo que sí puedo decir con seguridad es que esta búsqueda no ha terminado. Ha sido exhaustiva y profundamente personal. Me ha traído momentos intensos, sublimes, inquietantes. Una vez tuve una especie de alucinación. O de revelación, quién sabe:

Hace ya muchos años me encontraba en medio de una noche triste (acababa de terminar una relación de años), en mi habitación, desconcertado, cuestionándome lo que creía y lo que pensaba, y no encontraba una respuesta clara para aliviar esa sensación de angustia. Y Lloré. Me sentí abatido. Solo. Sentí un huracán de emociones agolpándose en mis puños: La vida se me presentaba delante de mí y yo no podía descifrarla. No podía más… De pronto, sentí algo cálido. Como un abrazo. Y una voz que decía: “No estás solo”. Fue algo increíble. La verdad es que no me importa convencer a nadie. Me da flojera explicarles. Tampoco quiero ahondar en tratar de saber si fue real o no. Simplemente ocurrió.

Pero me dejó un alivio y una sonrisa. Y todavía así, en aquel momento glorioso, en medio todavía de la confusión, tuve el buen humor de preguntarme con sarcasmo: “Salvador, ¿has sido tocado o ya estás tocado?”.

lunes, 3 de mayo de 2010

La otra realidad


Hay sueños encantadores.

La vida va tomando sus propios cauces, aunque no sean naturales. Su materia prima es la realidad. Todo cuanto sucede es motivado, la mayoría de las veces, por causas incontrolables, ajenas a nosotros: la vida se abre paso por sí sola.

Los sueños, sin embargo, tienen también una cierta dosis de realidad. Nos afectan. Nos conmueven. Nos provocan. Es cierto, no existen, nunca sucedieron, todo se desarrolla en la mente, pero cuán reales pueden llegar a convertirse si estos llevan una fuerte carga de emociones: A veces dejan más enseñanzas los sueños que la propia experiencia. ¿Pero se vale creérsela? ¿Es legítimo sentirlos, vivirlos, aunque no hayan sido más que reflejo de nuestras inquietudes? ¿Tenemos derecho a tomarlos en cuenta? ¡Sí! ¿Por qué no?

Un sueño puede alimentar el espíritu. Una noche bien soñada puede reconfortarnos durante varios días. En los sueños a veces proyectamos nuestras fantasías. Todo aquello que no hemos llevado a cabo, pero que deseamos, podemos realizarlo ahí, en la otra realidad. No siempre podemos controlar lo que soñamos, pero esos deseos reprimidos surgen cuando menos lo imaginamos. El inconciente nunca olvida. Es como la mafia.

Hay sueños que me han devuelto la sonrisa perdida. Se instala en mi alma un sentimiento reparador, profundo. Pero basta de teoría y pongamos un ejemplo.

Hace unos días me soñé en medio de un paisaje fantástico: era un valle arbolado, con hojas secas en el camino, una vieja casa a un costado y una chica en un columpio. Era una escena inquietante, sensual, perturbadora. Esa chica era desconocida para mí, al principio. Y era hermosa. Cuando me acerqué resultó ser una cantautora española a la que yo admiro. Llevaba su guitarra. Componía una canción. Cuando me vio me invitó a acercarme. Fue muy cálida su atención. Conversamos, compartimos experiencias, cantamos. Después de unas “horas” nos despedimos con un fuerte abrazo y yo regresé a casa, a México, porque todo ocurrió en España, al menos eso creí. Sin terminar el sueño, pasó un día, y para mi sorpresa, la cantautora me habló por teléfono para saludarme y decirme que había pasado un gran momento conmigo. Y ahí terminó mi sueño. Obviamente desperté emocionado. Ella me obsequió su tiempo de una manera desinteresada, pasó un momento agradable conmigo y yo lo disfruté. Pero sólo fue un sueño, un rico sueño. A esto es a lo que me refería.

Nada sustituirá lo real maravilloso: ver la sonrisa de un niño en la calle, escuchar el canto de las golondrinas por la madrugada, contemplar un atardecer en otoño, dar el beso de buenas noches a nuestros hijos antes de ir a acostarse, ver a tu madre tejiendo en su mecedora. Pero para ser felices (la felicidad es una decisión, es una actitud, son instantes, todo lo anterior revuelto) hay que agarrarse de todo lo que nos ayude a sentirlo. Incluso de los sueños, aunque éstos nunca hayan ocurrido.

Porque en realidad sí ocurren: nos han atravesado, como una brisa que se puede sentir pero no tocar.

lunes, 26 de abril de 2010

De dónde venimos y hacia dónde vamos


Yo soy de México, por cierto.
Cuando viajé al extranjero me di cuenta de lo siguiente: Los colombianos se sienten muy orgullosos de su patria. La sienten, la viven, la presumen. Los cubanos igual. No cambiarían su lugar de origen por nada del mundo mundial. Esta situación me puso a pensar en esta ocurrencia: ¿De dónde se es realmente? ¿Debemos sentirnos de un país, una región o una ciudad por el hecho de haber nacido ahí? Y si se siente uno perteneciente a un lugar determinado, ¿por qué ocurre? ¿Qué elementos influyen para tomar tal decisión? ¿Es una decisión o un sentir?

Yo, por ejemplo, nací en Toluca. Pero mi nacimiento ahí fue meramente circunstancial. Mi padre en aquel entonces tuvo un empleo repentino en una empresa de motores. Mi mamá, en ese momento, ya estaba panzona de mí. Al poco tiempo llegué yo: Allá me tocó abrir los ojos por primera vez y presencié las bondades de la vida. Pero a los dos años regresamos a La Laguna. Pasé en la Comarca, por lo tanto, mi infancia, adolescencia y juventud. Sin embargo, ahora vivo en Allende. Así que tengo tres lugares para elegir: puedo ser toluqueño, lagunero o allendense. ¿Cuál me gusta más? ¿Tendré, acaso, qué hacer un casting? ¿Podré hacer un reallity show para que las tres ciudades compitan entre sí para conquistar mi corazón? Posiblemente no sea necesario llegar a esos extremos.

Basta con hacer un recorrido por mi historia y darme cuenta cuál de esas ciudades ha dejado más profunda su pisada en mí. Pero es obvio que mi conclusión contundente será una sola: La Laguna, por supuesto (¡a huevo!). No necesito pensarlo mucho. Esa tierra me ha dado tanto y a la vez nada. He depositado en ella mi cariño irracional, mi fe movedora de montañas; le he otorgado la condición de ente pensante, sensible, un organismo vivo que me ha cobijado en su regazo cuando más lo he necesitado. El lugar en sí no me ha dado mucho, ¿pero entonces qué extraña locura me ha hecho creer que es así? ¿Por qué me aferro a pensar que mi tierra me ama? Lo que ha ocurrido es que la gente que he conocido, me ha provocado ese sentimiento. Y las situaciones, los recuerdos, los momentos, se adhieren a la región irremediablemente: lo siento así porque ahí ocurrieron: El acento se nos va pegando, la comida la vamos alojando en la barriga con más gusto, le vamos agarrando cariño a los gritos de los vendedores ambulantes, con su particular estilo, y se nos hacen tiernas las peladeces de los chavitos cuando van regresando de la secundaria.

Y qué decir del primer amor, el primer beso, el primer faje. O cuando tu equipo queda campeón: El Santos Laguna. O cuando el charco del Nazas se vuelve a llenar. Es imposible no querer eso. Se va haciendo parte de ti aunque no lo quieras. Pero también hay cosas malas, por supuesto. Como en toda relación, siempre sale a flote algún defecto, como la violencia que ha ido creciendo cada vez más, o el desempleo; o trabajos mal pagados que obligan a los profesionistas a desafanarse para buscar mejores oportunidades. Creo que esto último me obligó a navegar por otros desiertos. La incógnita sería: ¿regresaré algún día? Matamoros Ranch me vio crecer. De ahí soy y eso nadie podrá arrebatármelo.

A menos de que un científico loco logre reemplazar mis pensamientos queridos por otros con su rayo regurgitador de recuerdos. Pero no creo que el doctor Chunga quiera hacerle a la mamada.

viernes, 9 de abril de 2010

Los milagros


Uno los espera todo el tiempo. Uno cree merecerlos, por el simple hecho de existir. Pensamos que somos únicos, especiales, y siempre estamos a la expectativa, pensando con convicción de que Dios o la Vida o los extraterrestres nos los deben conceder porque sí, porque somos buenísima onda con el prójimo; hasta hacemos alguna buena obra de vez en cuando, para que el milagro llegue con mayor justificación, y hasta le damos, en la primera oportunidad, seis, siete pesos al niño que se acerca con carita triste, pidiendo una ayuda porque no ha comido en todo el día.

Pero los verdaderos milagros van más allá de nuestros mezquinos deseos terrenales.
No se trata de hacer una buena obra para recibir un premio. La cosa no es ir de rodillas a la Basílica, mientras dos pobres vatos van poniendo cobijas delante nuestro, de manera alternada mientras vamos avanzando, para que la manda sea menos dolorosa; porque tampoco se trata de rasparnos las rodillas hasta que se descarapelen, hay que ser astutos para pensar que diosito no quiere eso. Los milagros existen pero no son de esta naturaleza. Muchas veces aparecen y ni nos damos cuenta.

He presenciado en Plateros, Zacatecas, en la iglesia que aloja al Santo Niño de Atocha, miles y miles de testimonios que aseguran haber sido tocados por la mano de esta figurilla de porcelana; y lo constan fotografías, recetas médicas, cartas, postales y placas que la gente deposita a manera de agradecimiento. Todas las pruebas están ahí al descubierto, para que otros tantos creyentes también lo atestigüen: Es el paredón de los milagros, se podría decir. Yo quedé asombrado, por supuesto. Cómo no creerles. A menos de que todo sea una especie de histeria colectiva, o una suerte de casualidad común. O sólo la necesidad de creer. O quizá puede ser parte de un fenómeno social, el hecho de atribuirle sucesos increíbles al símbolo más cercano a ellos, el más a la mano, porque todos los demás también lo hacen. ¿Pero realmente lo es?

Los milagros están en contra de la física. Más bien la física está en contra de ellos. Son el fastidio de científicos y eruditos, ateos y nihilistas. Pero ahí están. El verdadero milagro ocurre cuando la inteligencia no puede encontrar una respuesta concreta e irrebatible ha algo que ha sucedido delante de nuestros ojos: El milagro es la poesía materializada. Es la revelación de lo sobrenatural. Sólo se le contempla o se le siente, pero no se le puede explicar, no con palabras. Pero sería bueno conceptualizarlo, porque podríamos extenderlo de manera romántica. Porque podríamos decir, el nacimiento de un ser humano es un milagro. O la sutil maquinaria que se desarrolla en el perfecto equilibrio entre ecosistemas (cuando una rana se traga una mosca, y esta a su vez es devorada por una serpiente, al tiempo en que ésta última se la come un tecolote), eso es un milagro. Pero no. Yo de lo que hablo es de cuando a un señor que ha permanecido en coma durante veinte años, un buen día despierta y nos cuenta una historia increíble. O cuando sucede un choque de trenes, en donde mueren doscientas veinte personas y sólo sobrevive una pequeña de tres años, perfectamente ilesa. O cuando ocurre un terremoto de nueve grados en la escala de Richter y a los sesenta días rescatan a un pobre moribundo debajo de diez toneladas de escombros. Ese tipo de milagros digo yo, aquellos en los que dices, no mames, esto no puede ser…

A aquellos pocos que les ha tocado presenciar alguno, lo entenderán. A los que no, cuando ocurra uno, no hay que hacerse los soberbios o los arrogantes. No hay que tratar de buscar a Einstein para que nos explique con fórmulas matemáticas lo que en verdad sucedió. Hay que recibirlos de manera humilde. ¿Que de dónde y de quién provienen? ¡Rayos! ¡Qué sé yo, hombre! Sólo hay que dar las gracias y sonreír. Nada más.

martes, 16 de marzo de 2010

Mirando las estrellas


Escaparse por un fin de semana de la rutina del trabajo (y de la ciudad) es de por sí algo satisfactorio; ahora, hacerlo para asistir a una velada astronómica en las Termas de San Joaquín, ha sido una experiencia realmente enriquecedora. El Iván y yo agarramos nuestras chivas el sábado por la tarde y nos lanzamos a aquel paraje desértico que se encuentra un poco más allá de García, Nuevo León. Era la primera vez que asistíamos a un evento de esta naturaleza. Y quedamos encantados, la verdad. Decenas de personas llevaron sus telescopios y nos dejaron ver a través de ellos los tesoros que guarda el espacio: galaxias, cúmulos globulares, estrellas, planetas, nebulosas. El motivo de ese encuentro fue la preparación para el Maratón Messier 2011, ¿y qué rayos es eso? Pues es un concurso en el que se trata de localizar la mayor cantidad de objetos posibles, relacionados con el catálogo Messier, que es un estándar internacional para fichar los diferentes cuerpos celestes que se pueden ver desde nuestra Tierra.

Charles Messier fue un astrónomo francés, un cazacometas. Él se la pasaba viendo el cielo y lo que encontraba lo registraba en una listita. Al poco rato ya había juntado un buen número de objetos y se le ocurrió publicarlo en 1774. Hoy en día la raza conoce su lista como catálogo Messier y es una serie de cuerpos celestes que se numeran del M1 al M110. Cuenta la leyenda que Messier inauguró su catálogo con M1 (la Nebulosa del Cangrejo) la noche del 28 de agosto de 1758, cuando buscaba en el cielo el cometa 1P/Halley en su primera visita predicha por el astrónomo inglés. En realidad él no descubrió todos los objetos de su catálogo ya que muchos fueron observados por el también francés Pierre Méchain y, años antes, por otros astrónomos como Edmond Halley. El primer verdadero descubrimiento de Messier fue el Cúmulo globular M3 en Canes Venaciti en 1764.

Ver a través de un telescopio es algo chido, la verdad. Aunque al principio (yo bien inocente) creí que vería las cosas como aparecen en las fotografías en internet, bien chingonas, las galaxias con sus brazos en espirales, los pilares de la vida, o supernovas en pleno estallido, pero no, al principio me desilusioné un poco porque las cosas no eran así, tengo que confesarlo. Pero bueno, lo que puedes apreciar a través del ocular es apenas una mirruñita; es un espacio muy reducido, pero se debe tener paciencia porque hay ciertos factores que favorecen una buena o mala observación. Por ejemplo, si hace mucho viento, como normalmente sucede en un lugar apartado como aquel, te va a tocar ver una imagen borrocita porque el viento provoca que se mueva el telescopio. También influye la luminosidad de los alrededores. Por eso conviene alejarse lo más que se pueda de la ciudad para que la mancha luminosa no afecte la visión. También tendría que decir que hay algunos inconvenientes cuando se sale a una observación: el frío. Toda la noche te pega un viento helado en la cara. Además te tienes que desvelar y dormir de a ratitos en tu coche. Pero todo eso al final no importa. Lo terminas gozando. Es parte de una experiencia mística. O más bien el frío te aplica "la mística", ese giro famoso del luchador mexicano. Me tocó mirar telescopios muy buenos, unos chicos, otros grandes, con diversas características. Aprendí bastante. Ya estoy juntando mi lana para comprarme el mío, como era de esperarse.

No me voy a convertir en un cazacometas como Messier. Tampoco creo llegar a ser tan fregón como para descubrir una nueva galaxia o el asteoroide final que nos destruirá a todos, probablemente el “Salvador-21/12/2012”, pero bueno, me conformaré con hacer un viaje de vez en cuando, en todos los sentidos. Escaparme por ratos de todo esto que ahora nos quita el sueño.

Observemos, pues.

jueves, 11 de marzo de 2010

Pulso maraquero


De niño yo no quería ir a la escuela. Era tan feliz en el kínder: Pintar obras maestras con crayolas, subirme a la resbaladilla, cantar como ángel en la clase de música con mi abuelita. ¿Para qué fregados querían hacerme grande? ¿Qué necesidad? Le decía a mi mamá “no quiero entrar a la primaria, no voy a aprender nada, no voy a saber lo que me enseñe la maestra, todo será en vano”, y lloraba tan fuerte, tan fuerte, que fácilmente podían escucharme al otro lado de la ciudad; escandalizaba como loco para que el drama fuera insoportable al punto de convencer a cualquiera de que realmente lo que se pretendía hacer era una injusticia. Pero mi madre, experta en artimañas infantiles, no se lo tragó y me jaló todo el camino hasta el salón, para mi primer día de clases en la escuela José María Morelos. Pues ahí tienen que pasaron los primeros meses y no terminaba por adaptarme al nuevo sistema de aprendizaje. Extrañaba mi antigua vida de juegos. Era muy tímido. Y para colmo, los chavitos que tenía por compañeros en esa escuela pública, salidos del peligroso barrio del Chalet, eran ya unos pendencieros. Quién iba a creer que años más tarde yo mismo me uniría a una de las pandillas de la cuadra, influenciado por la presencia continua de la violencia en las calles… Pero en aquel entonces, como les contaba, muy al principio, cuando todavía no pensaba en las niñas como mujeres propiamente dicho, me daba miedo todo.

Vean ustedes si no, lo que ocurría en la clase de lectura. Tenía un miedo irracional para pasar a leer en público. La maestra nos obligaba a pararnos delante de la clase, nos daba un libro, nos ordenaba tomarlo con una sola mano, con la palma extendida, con los dedos pulgar y meñique sosteniendo aquel tumba-burros, para leer alguna “poesía” del tomo de español. ¡Qué necesidad de torturarnos de esa manera, por Dios! La maestra nos decía, “mañana pasarán a leer, niños, prepárense”, y era como una sentencia de muerte para mí. Cargaba con mi mochila por los pasillos de la escuela, sin esperanza, dejando que pasaran las 24 horas para cumplir con mi destino, como un condenado a la horca. Al día siguiente empezaba la tembladera. Pasaban mis compañeros uno por uno, con toda la seguridad del mundo, bola de presumidos, hasta que mi turno llegaba. Resignado, caminaba hasta el centro del salón. La maestra me daba el libro, yo lo tomaba, me ponía derechito, carraspeaba, tragaba saliva y comenzaba a leer. A los pocos segundos, mi mano temblaba horriblemente, mi muñeca daba tumbos, con un pulso maraquero de los mil demonios. Era una verdadera tortura. Los tres minutos más largos de mi vida (tenía 7 años a lo mucho, así que literalmente habían sido los más largos de mi vida hasta ese entonces). De repente escuchaba risillas al fondo. Malditos compañeros, los odiaba. Hasta que terminaba la lectura y mi corazón latía más lento, la sangre en mis venas corría de manera natural y la pesadilla hermosamente terminaba.

¿Pero por qué me ocurría eso? No lo sé. Son de esas cosas inexplicables que sólo los psicólogos se aferran en tratar de entender. Ahora lo recuerdo y me causa ternura; pero en aquel entonces era un problema comparado a la guerra mundial, al calentamiento global, al apocalipsis del 2012, así de terrible. De aquello sólo me quedó el pulso maraquero, mis manos aún tiemblan, es como un tic que no puedo controlar. Todavía así, se me ocurrió la fabulosa idea de querer ser cirujano, cuando todavía no decidía qué carrera tomar. Imagínense, en plena sala de operaciones, con estas manos, con el bisturí listo, tratando de hacer la primera incisión al corazón…

Aún y con todo, mi infancia fue magnífica. Me divertí horrores, siempre en la calle. Yo era de esos niños descalzos que andaba felices corriendo, sin temor a que se me enterrara un vidrio en los pies, cosa que nunca ocurrió, afortunadamente. Ahora ya no se puede hacer eso, se comprende. O al menos los padres de ahora no se atreven a dejar a los niños a su suerte, por el peligro que todo mundo conoce sobre la violencia.

Definitivamente: mi infancia fue la mejor época de mi vida. No me tiembla la mano al decirlo.

domingo, 28 de febrero de 2010

El matrimonio: lanzarse o darle la vuelta


Qué tema tan espinoso. Lo mejor sería no molestarme en dar una opinión personal. Todo lo que sepa a moral, religión, filosofía, resultará controversial por donde se le quiera ver. Nadie tendrá una verdad absoluta. Pero en fin, ya me atreví. Ahora a terminar lo que empecé. Hace algunos años, cuando aún vivía en mi Comarca Lagunera, lancé inocentemente una hipótesis pesimista, acerca de los matrimonios del comienzo del siglo XXI: auguraba que los casamientos realizados después del año 2000 estaban condenados a no durar más de diez años, por el ritmo de vida que se había instalado con la modernidad, por la falta de compromiso a la que nos estábamos habituando y por las corrientes occidentales de lo efímero que se habían instalado ya en nuestros estilos de vida, así, tipo gabacho. Obviamente no era yo en aquel entonces (ni en este, ni nunca lo seré), una autoridad en el tema para establecer juicios sobre las relaciones interpersonales. Pero tristemente me he dado cuenta que la realidad actual coincidió graciosamente con aquel veredicto vacío, falto de argumentos sólidos.

Lamentablemente así ha ocurrido. La mayoría de los amigos o conocidos que se casaron (digo amigos y conocidos porque es lo que está más cercano a mí, no puedo hablar de la sociedad en general sino lo que sé de primera mano), se les acabó el amor inexplicablemente. Por favor, nadie se sienta aludido. Por diversas razones se separaron; a saber: infidelidades, fricciones constantes, un vacío en la relación, falta de apetito sexual, diferencias irreconciliables. Y la lista se extiende. Resulta extraño comprender qué provoca que de un día para otro esa magia que en un principio surgió cuando la pareja se conoció, se enamoró, de pronto se revierta para dar paso a una apatía absoluta a la hora de llevar el transcurso de la vida cotidiana, en ese continuo descubrirse en los momentos reales de nuestro día a día.

Supongo que hoy en día, los que lo hacen, tienen en mente que si se atreven a unir sus vidas con la otra persona lo hacen convencidos de que será “para toda la eternidad”. No creo que lo hagan pensando, “bueno sí, me caso, ¡joder!, y lo hago porque la amo o lo amo, y quiero pasar un lapso de tiempo agradable a su lado; tendremos quizá nuestros hijos, y si un día me aburro, pues nos separamos y que cada quien jale para su rumbo.” No creo que se tomen la molestia de armar todo un relajo, con boda en Iglesia y todo el rollo, hasta con fotos en el periódico, con la estúpida idea en la cabeza de divorciarse a los cinco años. Pienso que aún lo hacen con la idea romántica de que será “hasta que la muerte los separe”. Y si es así, ¿entonces por qué no luchar hasta el final?

Pues bien. Ya voy para los treinta, y aún no he dado el siguiente paso, aquel que estoy obligado a dar como lo dictan las buenas costumbres de la sociedad en la que vivo. Cuántas veces amigas y amigos me han criticado que no lo haya hecho hasta ahora. Pues a todos aquellos curiosos que se han hecho esa pregunta, aquí tienen su respuesta: No he encontrado a la buena. Y como no la he hallado, no me casaré con la primera que encuentre para darle gusto a los inquietos, para tener contentas a las gentes, para luego divorciarme a los dos o tres años, desilusionado porque resultó que siempre no era la persona con la que quería estar. Tengo la buena fortuna de contar con unos padres comprensibles y nunca he sentido presión alguna por parte de ellos. Así que no hay motivo para acelerarse, hombre. No le hagan como el borras. No se dejen vencer por la calentura.
Aún y con todo, no pierdo la ilusión de algún día verme al lado de esa mujer ideal, aquella con la cual me vea criando hijos, educándolos, haciéndonos viejitos juntos, apoyándonos en todo momento y fortaleciendo nuestro cariño con detalles constantes… ¡Ah, el amor!

Ya llegará.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Caso para un detective con vocación


Supongamos que usted es un detective reconocido de cierta corporación de justicia.

Ha habido un asalto a un banco en la ciudad. Usted, un tipo sumamente capaz, ha dado con los probables responsables sin problemas: Los delincuentes se encuentran reunidos en un hotel del centro, con el botín de su robo, a punto de partir del estado y salirse con la suya. Ya los tiene plenamente identificados pero hay un problema, uno de ellos es un viejo conocido suyo al cual usted le debe un favor cuando eran jóvenes: en una redada, él lo ayudó a escapar de un pleito callejero en el que otros pandilleros estaban a punto de matarlo. Usted nunca saldó la deuda y ahora él se encuentra a su merced.

Puede suceder una de dos situaciones: uno, que usted deje las cosas como están, permitiéndoles escapar y argumentar en su parte informativo que no se dio con los probables responsables del delito; o dos, que usted realmente tenga vocación, que los cerque y pida refuerzos para lograr su captura, no importando las deudas personales…

En un caso dilemático como este ejemplo, ¿usted que haría?

viernes, 12 de febrero de 2010

Jill Tarter y su deseo



Jill Tarter, del Instituto SETI, hace su deseo en los Premios TED 2009: acelerar la búsqueda de compañía cósmica. Usando un creciente número de radio telescopios, ella y su equipo escuchan esquemas que puedan ser señales de inteligencia en algún otro lugar del Universo. [Para ver subtítulos, presionar en "View subtitles" y después seleccionar "Spanish"]

martes, 9 de febrero de 2010

El arte de observar el cielo



Hace unos días, un astrónomo reconocido contestó una de las preguntas que desde hace semanas me estaba inquietando por las noches, cuando observaba un cielo curiosamente despejado, y era la siguiente: ¿Qué objetos celestes son los que vemos a simple vista? ¿Son estrellas de nuestra propia galaxia, o también se pueden ver, con los puros ojos, galaxias distantes, supernovas, nebulosas u otros objetos siderales en el Cosmos? Me respondió con suma tranquilidad: lo que vemos son estrellas de nuestra propia galaxia; pero si tenemos un instrumento más poderoso a nuestro alcance, como binoculares o un telescopio, entonces sí, podemos ver más allá de nuestro simple horizonte galáctico. Y así, quedé satisfecho con su respuesta.

Y es que de un tiempo para acá he estado tratando de identificar las estrellas que veo por las noches; pero para alguien con poca experiencia como yo, en el arte de observar el cielo, no es una tarea nada sencilla. Se necesita paciencia, un cielo despejado y por lo menos, algún mapa estelar a la mano porque de lo contrario, ese entramado sutil que aparece en la bóveda celeste se convierte en un laberinto intrincado y poco amigable, difícil de descifrar. Cualquiera puede saber dónde se encuentra la Luna, nuestro satélite natural, y quizá otro más aventurado puede identificar a Venus, la Osa Mayor y el Cinturón de Orión, que son de los más obvios; pero de ahí en más, está realmente en chino, o en maya, créanme.

Por esa razón decidí entrar a un grupo que se dedica a divulgar los conocimientos científicos relacionados con la astronomía, aquí mismo en Monterrey: la Sociedad Astronómica del Planetario Alfa (SAPA). Este grupo entusiasta de personas, entre quienes se encuentran ingenieros, médicos, contadores, administradores, catedráticos y amas de casa, se unió por primera vez el 17 de octubre de 1987 con un fin definido: divulgar la Astronomía. Desde entonces y gracias al Planetario Alfa, la SAPA ha seguido creciendo y evolucionando sin dejar a un lado el objetivo primordial que los fundadores tenían en mente desde un principio: intentar transmitir la misma pasión que ellos sienten por desentrañar los secretos del Universo. ¿Y cómo fue que descubrí este espacio para el conocimiento? Pues navegando, dando un clic aquí y otro allá; o tal vez fue que se conjuntaron los astros para que yo llegara a ellos, ¿quién lo puede saber?

La primer charla a la que asistí fue fundamental para que yo me enganchara a las sesiones que tienen en el observatorio de dicho planetario (con un costo realmente simbólico de $50 pesos al mes): la dio la bióloga Alejandra Arreola, una chica entusiasta que lleva más de diez años en el club, en la que habló acerca de las posibilidades de la vida extraterrestre, pero manejado de manera inteligente y científica, nunca con tintes sensacionalistas (propias del lunático mexicano Jaime Maussan), sino con un verdadero espíritu escéptico y realista. Con ella me identifiqué de inmediato puesto que mencionó como fuente principal de inspiración a Carl Sagan, uno de mis ídolos también. Las demás conferencias fueron igualmente buenas; y es que todos los socios de este grupo son así, bien alivianados, cada uno experto en el tema que le toca abordar, pero con la facilidad de aterrizar sus ideas de manera sencilla, para todo público.

El mundo de la astronomía es maravilloso. No sólo es para académicos o eruditos, como muchos pudieran pensar. En realidad, el Hombre, desde los comienzos de la civilización, siempre ha puesto sus ojos en las estrellas y se ha preguntado qué son aquellos objetos colgados en el cielo. ¿Realmente son dioses? ¿Gobiernan nuestras vidas? Les extiendo pues una invitación a todos aquellos que tengan curiosidad por saber un poco más sobre el Cosmos, a que se acerquen a estas pláticas que de seguro responderán a algunas de sus preguntas que vienen arrastrando quizá desde niños, y que aún no han podido responder a ciencia cierta. O mejor aún, que sea el mismo arquitecto Pablo Lonnie Pacheco Railey, presidente de dicho grupo, el que les haga el llamado formal: “Sin importar cuál fue el camino que te guió a este espacio, esperamos responder no sólo tus cuestionamientos iniciales, sino despertar un nuevo sentimiento, un deseo de explorar más allá de lo que pueden ver tus ojos en el cielo a primera vista […] Si vives en, o visitas Monterrey, nos dará un enorme gusto compartir un agradable rato contigo, en las sesiones que la Sociedad Astronómica realiza en el Observatorio cada sábado a las 17:30 hrs. Mayores informes aquí.”

miércoles, 3 de febrero de 2010

Colombia no sólo es Pablo Escobar





Cuando iba a ir a Colombia, hace tres años, algunos amigos con profunda preocupación me preguntaban: “¿Por qué vas a ese país tan peligroso? Hay mucha violencia, te puede pasar algo.” Me lo decían en buen plan, sin pretender ser aguafiestas, por supuesto. Otros, los más alivianados, me decían: “Qué padre. Será un gran viaje, seguramente. Además hay viejas muy buenas por allá, según cuentan.” Quién lo iba a decir. Hoy en día, México está peor que Colombia en sus peores años de desmadre. No me da mucho orgullo decirlo. Nunca se había sentido tanto peligro en nuestras calles; tan real, tan palpable. La sentencia se revierte y hoy son los colombianos los que preguntarán lo mismo a sus amigos, si un día quisieran visitarnos, ¿para qué venir a este país de narcos?

He de confesar sin embargo que en aquel entonces sí me dio un poco de miedo. No sabía realmente a lo que iba, era algo desconocido y me provocó ansiedad los días previos a mi partida. Pero créanme, todo temor desapareció por completo una vez que pisé tierras colombianas. ¿Por qué? Todo fue realmente asombroso. Y es que en este viaje tuve un aprendizaje muy importante: para conocer un país, una ciudad o un pueblo hay que hacerlo a través de su gente. Y yo descubrí Colombia a través de los ojos de una mujer increíble: Carmen Sinisterra.

Colombia no es sólo un buen café, cocaína o Pablo Escobar. No es las FARC. No es Uribe. Esta chica me transmitió la verdadera esencia de ese país donde se baila la cumbia y el vallenato. Y es que la pasión, el sabor de los colombianos, es tremenda. Se puede percibir de inmediato su frescura, pero también su calidez; no hay experiencia de vida, por desgarradora o sublime que parezca, que no haya pasado de manera total y descarnada por su espíritu. Es increíble la forma con la que te hablan sobre su historia, sobre los problemas sociales que aquejan a los lugareños. Me dio pena, lo confieso, ver cómo estos paisas viven los asuntos comunes. Ellos sí dialogan, se quejan cuando es necesario, lo abordan con valentía. Han luchado años y años contra el terrorismo, contra la delincuencia, contra el terrible y arquetípico narcotráfico colombiano, y no pocas veces les ha funcionado. Lo que el presidente Uribe se ha adjudicado de manera astuta, no ha sido más que la solución sistemática y consciente de sus mismos ciudadanos a través del tiempo: disminución gradual del crimen organizado (no existe la desaparición total, es utópico, por supuesto, pero al menos hay un avance palpable en las calles, lo que aquí está lejos de suceder, todos lo sabemos).

Me encontré con cosas deliciosas allá, no solamente sus mujeres (y sí, para los curiosos que quieran saberlo sus mujeres son impresionantemente bellas, las desgraciadas; digo desgraciadas por hermosas): Palmira, Cali y Buga fueron las ciudades que disfruté. En aquellos sitios, la mayoría de las personas se transportan en moto. Un dollar equivalía a algo así como 2600 pesos colombianos. Quizá les convenga un poco lo que hicimos los mexicanos en el año 1994, cuando el Presidente Zedillo le quitó tres dígitos a nuestra moneda; así, en lugar de tener 1000 pesos, contamos con 1 peso. La telefonía celular aún no estaba en su apogeo, y se podían ver en las tiendas del centro de Palmira negocios que rentaban teléfonos celulares. Así, podías encontrar en plena calle personas con un cinturón con varios celulares en renta. "¡Hay minutos... hay minutos!", gritaba una señora con un acento muy peculiar, ofreciéndote un minuto de tiempo aire para que hablaras a donde quisieras… tantos buenos recuerdos, que no puedo ir enumerándolos en un artículo pequeño. Pero lo resumo así: ¡Qué bacano es estar en Colombia!

Fue tanta la trascendencia que tuvo ese país sudamericano, y Mary, por supuesto, que hoy en día estoy por terminar una novela que tiene, entre otros, algunos personajes colombianos. Un sueño para mí será, definitivamente (una vez que la concluya), ir a presentarla a aquel lugar fascinante, y volver… Es un sueño solamente. Pero ojalá algún día se haga realidad.

viernes, 29 de enero de 2010

Niño perdido


Hace unos días, mientras desempolvaba unos papeles que estaban guardados en una caja, me encontré con un pequeño tesoro: mi primer cuento. Un manuscrito con los primeros párrafos que salían de mi lápiz tembloroso. Me acuerdo que en aquel entonces, cuando lo escribí, tuve las mismas sensaciones que hoy en día todavía me sacuden: una sensación de hipnosis, de estremecimiento, un estado de trance que ocurre cuando uno echa a volar la imaginación. Este cuento salió de un sueño. Y cuando lo vi publicado en la revista Acequias, de la Ibero Laguna, hace quince años (¡no mames!) me morí de la emoción: fui y se lo presumí a mis padres, naturalmente. Estaba muy orgulloso de mi hazaña. Hoy lo presento con la misma emoción de entonces, porque ese primer cuento me hizo darme cuenta que me gustaba contar historias: Me adentró a ese fascinante mundo al que llamamos literatura. Que ustedes lo disfruten:

Niño perdido.

Me encuentro sentado, en el barrio sin gente, a la orilla de una banqueta; sólo la luz de un farol alcanza a alumbrar un poco esta noche profunda. Me observo detenidamente a mí mismo y descubro, perplejo, que mi cuerpo tiene el aspecto del de un niño pequeño de 6 años, cuando apenas una semana antes he cumplido los 23... ¿Qué pasa?

Me levanto tranquilamente de ese lugar, movido por la curiosidad de jugar con unos carritos de madera que están tirados en la acera de enfrente, y me emociona la posibilidad de hacerlos míos. Cruzo la calle sonriendo, con la esperanza de que esos juguetes no tengan dueño; pero el camino parece alargarse delante de mí: ¡voy a los juguetes que me darán felicidad! Pero de repente, un hombre de aspecto rudo sale de entre las sombras y me sujeta del brazo (yo no me asusto, me es familiar su rostro), me jala a la fuerza alejándome de los objetos de mi ilusión hasta desaparecer... Entonces, la luz del poste crece hasta convertirse en un sol gigante que ciega mis ojos, y comienzo a despertar lentamente, como a través de un túnel regresivo hasta llegar a la realidad. Ha sido una pesadilla.

Me incorporo de la cama confundido y en mi pensamiento van apareciendo de súbito recuerdos de dolor antes sumergidos en el olvido, imágenes de una figura opresiva... Camino a la ventana para no pensar más y veo que la noche permanece quieta. Para tranquilizarme un poco, froto mi rostro con las manos, y, al abrir el cristal ¡veo claramente que el pequeño está allá afuera, sentado en la banqueta! Como inevitable premonición, atado como todos al destino, el jovencito camina hacia los juguetes, se repiten los hechos, el hombre despiadado se acerca a él y miro su rostro: ¡sé quién es! Con gritos desesperados llamo desde la ventana para advertir al niño; pero él no me escucha, el hombre lo sujeta con fuerza y se lo lleva para perderse en la absoluta oscuridad.

Y ahí, quedándome mudo de la impresión, caí sobre mis rodillas en un desprendimiento de los sentidos, aceptando con tristeza que mis labios nunca más volverían a sonreír... Aquel hombre me había robado mi infancia.

Matamoros, Coahuila 1995.