lunes, 26 de abril de 2010

De dónde venimos y hacia dónde vamos


Yo soy de México, por cierto.
Cuando viajé al extranjero me di cuenta de lo siguiente: Los colombianos se sienten muy orgullosos de su patria. La sienten, la viven, la presumen. Los cubanos igual. No cambiarían su lugar de origen por nada del mundo mundial. Esta situación me puso a pensar en esta ocurrencia: ¿De dónde se es realmente? ¿Debemos sentirnos de un país, una región o una ciudad por el hecho de haber nacido ahí? Y si se siente uno perteneciente a un lugar determinado, ¿por qué ocurre? ¿Qué elementos influyen para tomar tal decisión? ¿Es una decisión o un sentir?

Yo, por ejemplo, nací en Toluca. Pero mi nacimiento ahí fue meramente circunstancial. Mi padre en aquel entonces tuvo un empleo repentino en una empresa de motores. Mi mamá, en ese momento, ya estaba panzona de mí. Al poco tiempo llegué yo: Allá me tocó abrir los ojos por primera vez y presencié las bondades de la vida. Pero a los dos años regresamos a La Laguna. Pasé en la Comarca, por lo tanto, mi infancia, adolescencia y juventud. Sin embargo, ahora vivo en Allende. Así que tengo tres lugares para elegir: puedo ser toluqueño, lagunero o allendense. ¿Cuál me gusta más? ¿Tendré, acaso, qué hacer un casting? ¿Podré hacer un reallity show para que las tres ciudades compitan entre sí para conquistar mi corazón? Posiblemente no sea necesario llegar a esos extremos.

Basta con hacer un recorrido por mi historia y darme cuenta cuál de esas ciudades ha dejado más profunda su pisada en mí. Pero es obvio que mi conclusión contundente será una sola: La Laguna, por supuesto (¡a huevo!). No necesito pensarlo mucho. Esa tierra me ha dado tanto y a la vez nada. He depositado en ella mi cariño irracional, mi fe movedora de montañas; le he otorgado la condición de ente pensante, sensible, un organismo vivo que me ha cobijado en su regazo cuando más lo he necesitado. El lugar en sí no me ha dado mucho, ¿pero entonces qué extraña locura me ha hecho creer que es así? ¿Por qué me aferro a pensar que mi tierra me ama? Lo que ha ocurrido es que la gente que he conocido, me ha provocado ese sentimiento. Y las situaciones, los recuerdos, los momentos, se adhieren a la región irremediablemente: lo siento así porque ahí ocurrieron: El acento se nos va pegando, la comida la vamos alojando en la barriga con más gusto, le vamos agarrando cariño a los gritos de los vendedores ambulantes, con su particular estilo, y se nos hacen tiernas las peladeces de los chavitos cuando van regresando de la secundaria.

Y qué decir del primer amor, el primer beso, el primer faje. O cuando tu equipo queda campeón: El Santos Laguna. O cuando el charco del Nazas se vuelve a llenar. Es imposible no querer eso. Se va haciendo parte de ti aunque no lo quieras. Pero también hay cosas malas, por supuesto. Como en toda relación, siempre sale a flote algún defecto, como la violencia que ha ido creciendo cada vez más, o el desempleo; o trabajos mal pagados que obligan a los profesionistas a desafanarse para buscar mejores oportunidades. Creo que esto último me obligó a navegar por otros desiertos. La incógnita sería: ¿regresaré algún día? Matamoros Ranch me vio crecer. De ahí soy y eso nadie podrá arrebatármelo.

A menos de que un científico loco logre reemplazar mis pensamientos queridos por otros con su rayo regurgitador de recuerdos. Pero no creo que el doctor Chunga quiera hacerle a la mamada.

viernes, 9 de abril de 2010

Los milagros


Uno los espera todo el tiempo. Uno cree merecerlos, por el simple hecho de existir. Pensamos que somos únicos, especiales, y siempre estamos a la expectativa, pensando con convicción de que Dios o la Vida o los extraterrestres nos los deben conceder porque sí, porque somos buenísima onda con el prójimo; hasta hacemos alguna buena obra de vez en cuando, para que el milagro llegue con mayor justificación, y hasta le damos, en la primera oportunidad, seis, siete pesos al niño que se acerca con carita triste, pidiendo una ayuda porque no ha comido en todo el día.

Pero los verdaderos milagros van más allá de nuestros mezquinos deseos terrenales.
No se trata de hacer una buena obra para recibir un premio. La cosa no es ir de rodillas a la Basílica, mientras dos pobres vatos van poniendo cobijas delante nuestro, de manera alternada mientras vamos avanzando, para que la manda sea menos dolorosa; porque tampoco se trata de rasparnos las rodillas hasta que se descarapelen, hay que ser astutos para pensar que diosito no quiere eso. Los milagros existen pero no son de esta naturaleza. Muchas veces aparecen y ni nos damos cuenta.

He presenciado en Plateros, Zacatecas, en la iglesia que aloja al Santo Niño de Atocha, miles y miles de testimonios que aseguran haber sido tocados por la mano de esta figurilla de porcelana; y lo constan fotografías, recetas médicas, cartas, postales y placas que la gente deposita a manera de agradecimiento. Todas las pruebas están ahí al descubierto, para que otros tantos creyentes también lo atestigüen: Es el paredón de los milagros, se podría decir. Yo quedé asombrado, por supuesto. Cómo no creerles. A menos de que todo sea una especie de histeria colectiva, o una suerte de casualidad común. O sólo la necesidad de creer. O quizá puede ser parte de un fenómeno social, el hecho de atribuirle sucesos increíbles al símbolo más cercano a ellos, el más a la mano, porque todos los demás también lo hacen. ¿Pero realmente lo es?

Los milagros están en contra de la física. Más bien la física está en contra de ellos. Son el fastidio de científicos y eruditos, ateos y nihilistas. Pero ahí están. El verdadero milagro ocurre cuando la inteligencia no puede encontrar una respuesta concreta e irrebatible ha algo que ha sucedido delante de nuestros ojos: El milagro es la poesía materializada. Es la revelación de lo sobrenatural. Sólo se le contempla o se le siente, pero no se le puede explicar, no con palabras. Pero sería bueno conceptualizarlo, porque podríamos extenderlo de manera romántica. Porque podríamos decir, el nacimiento de un ser humano es un milagro. O la sutil maquinaria que se desarrolla en el perfecto equilibrio entre ecosistemas (cuando una rana se traga una mosca, y esta a su vez es devorada por una serpiente, al tiempo en que ésta última se la come un tecolote), eso es un milagro. Pero no. Yo de lo que hablo es de cuando a un señor que ha permanecido en coma durante veinte años, un buen día despierta y nos cuenta una historia increíble. O cuando sucede un choque de trenes, en donde mueren doscientas veinte personas y sólo sobrevive una pequeña de tres años, perfectamente ilesa. O cuando ocurre un terremoto de nueve grados en la escala de Richter y a los sesenta días rescatan a un pobre moribundo debajo de diez toneladas de escombros. Ese tipo de milagros digo yo, aquellos en los que dices, no mames, esto no puede ser…

A aquellos pocos que les ha tocado presenciar alguno, lo entenderán. A los que no, cuando ocurra uno, no hay que hacerse los soberbios o los arrogantes. No hay que tratar de buscar a Einstein para que nos explique con fórmulas matemáticas lo que en verdad sucedió. Hay que recibirlos de manera humilde. ¿Que de dónde y de quién provienen? ¡Rayos! ¡Qué sé yo, hombre! Sólo hay que dar las gracias y sonreír. Nada más.