martes, 24 de noviembre de 2009
Baila como Juana la cubana
Recibí la llamada como a eso de la una y media. Yo estaba en la oficina, trabajando. “¿Puede venir el domingo?”, me preguntó la señora al otro lado de la línea. “Naturalmente”, respondí sin pensarlo mucho y haciéndome una idea mental de lo que podría ocurrir en aquella audición musical. Era la primera vez que lo hacía. El medio en el que me he desarrollado toda mi vida como cantautor y trovador ha sido distinto a eso: Los bares, los cafés, los teatros, las presentaciones en plazas públicas, la guitarra, uno o dos micrófonos; si acaso unos bongós. Y nada más. Pero esto era diferente. Recordé a mi padre. Su juventud tuvo algunos sobresaltos. Aprendió a tocar los teclados por cuenta propia, sin alguna instrucción profesional, a pesar de que mi abuela era pianista y de las buenas. Cuando papá me contaba sus aventuras, sentía una especie de envidia: amenizaban los bailes, hacían tocadas, fiestas, cantando rolas de la Sonora Dinamita, de los Bukis, ya saben, la pura vida. Pero también me contaba las friegas que se ponían, las desveladas, la bebida… Y de pronto, imaginarme ahí, en medio del escenario popular, cantando rolas de las más chidas, haciendo lo que alguna vez hizo mi jefe, me sorprendió y me encantó de primer momento.
No lo pensé mucho. Me lancé a El Álamo, llegué a la placita principal, “enfrente, ahí va a ver usted unos locales comerciales; pregunte por Carlos, él lo va a atender”. Llegué. Como no queriendo, me asomé. Ahí dentro se escuchaba una música estruendosa. Estuve a punto de regresarme sobre mis pasos, pero ya estaba ahí, qué diablos, hagámoslo. Toqué y salió el tal Carlos ese. Le expliqué la situación, “Ah, ¿usted es el que viene a realizar la audición, primo? Pásele, lo estábamos esperando.” Me presenté. Ellos se presentaron. Muy amables todos, se sentía la buena vibra ahí reunida. “Pues cuando quiera, primo, arránquese.” Tomé el micrófono y pedí una calmadona primero. “¿Se saben la Almohada, de José José?”, por supuesto que se la sabían. Y comenzamos. Primera prueba superada. “Ahora una cumbia, amigo.” Pedí entonces la de “Baila como Juana la cubana”. Me acordé de mi madre pues así se llama, y que de niños le echábamos botana con esa canción, y ella nos regañaba cariñosamente. “Un, dos; un, dos, tres, cuatro.” Y la armonía me puso a bailar, y a gozarla suavecito. Me di cuenta que ese rollo me encantaba, sin sospecharlo. Era diferente y rico, ¡cómo no disfrutarlo! Cuando acordé, ya estaba yo prendiendo a un público imaginario y pidiendo que aplaudieran las chicas, y después un grito, y la atmósfera se tornaba magnífica, sabía que ese momento lo recordaría con harta frescura cuando fuera viejo. “Oye y qué te parece si ahora le damos una norteña”, me pareció genial. Entonces les pedí que lanzaran una de Ramón Ayala, de mis favoritas en las pedas con los borrachos de mis cuates, “Mi tesoro”: esa canción varias veces puso a llorar a un cuate allá en Matamoros, porque era “una música que desgarra el alma, cabrón”, nos decía para explicar el motivo por el cual se le había venido el sentimiento. Y sí, mientras la canté y sentí el acordeón rematando las frases dulzonamente melancólicas que tenía la letra, me di cuenta que podía darle la razón a mi amigo. Finalmente siguió una rockerona. “Me sé una de Enanitos Verdes, la de Lamento Boliviano”, y esa fue la que interpretó la Banda Italia, el conjunto santiaguero que lanzó la convocatoria. Al término de la audición me hicieron el ofrecimiento formal: “Tienes madera para esto, te desenvuelves muy bien en el escenario y además te salen muy afinadas las canciones. Nos gustaría que fueras el vocalista principal del grupo”. No pude darles una respuesta en ese momento, les dije que lo pensaría. Nos pasamos nuestros teléfonos y me despedí de todos con un fuerte apretón de manos.
Ya de vuelta a casa, mientras manejaba el coche, me puse a pensar en esa onda de los grupos versátiles, que tocan en fiestas, bodas, reuniones, cierres de campaña, y recordé a mi padre en sus buenos años de músico. Pero también me vino a la mente su enfermedad... Fue una experiencia fregona, sin lugar a dudas. Me salí de la rutina y me olvidé de Monterrey y su acelerado andar cotidiano. Pero ya hablando en serio, creo que no es lo mío. Hablaré al manager del grupo para agradecerle su tiempo y hospitalidad al recibirme para su audición.
Pero, ¿qué es realmente lo mío? ¿La informática, la literatura, la música? ¿Qué nos hace elegir una forma de vida u otra? ¿Se puede pasar uno toda la vida sin sobresaltos siendo un oficinista comprometido con la estabilidad un empleo bien remunerado? ¿La felicidad es un constante camino espinoso del cual tenemos que ir aprendiendo a disfrutar los pequeños rasguños que nos vaya dando mientras lo transitamos? ¿Es un continuo vaivén, un constante elegir? No sabría decirlo. Pensaré, sin embargo, por espacio de algunos días más, y sonreiré, en aquel intérprete de cumbias guapachosas (¡ahora todos un grito, eh, eh, gózalo, mi negra!) en el que nunca me convertiré.