Guatemala, de cómo se mezclan la aventura y la sensación de peligro en un solo viaje

 

Ningún viaje de mi pasado totramundero había sacudido tanto mis sentidos como mi travesía por Guatemala. No de la manera como ahí ocurrió: porque puse a prueba mi valor, el carácter forjado con los años, mi capacidad de asombro y el amor por explorar nuevas tierras, que se renovó por completo. No fue fácil, pero mi suerte ya estaba echada: un buen día decidí que quería atravesar este hermoso país centroamericano sólo con mi mochila a cuestas. Y lo hice. Y lo que viene a continuación es un relato de lo que viví durante las dos semanas que me tocó caminar, correr, explorar, nadar y sobretodo, contemplar fascinado las ciudades que llegué a conocer de Guatemala. Esta vez no me centraré en dar detalles sobre precios, hoteles, rutas, como lo he hecho en anteriores diarios, porque esta experiencia la quiero narrar desde una óptica intimista, y esto quiere decir, desde lo que le ocurrió a mis sentidos mientras lo viví.


Es curioso cómo resultan las cosas cuando uno empieza a otorgarles sentido. Cómo vienen a nosotros las situaciones una vez que las analizamos cuando ya están frías. Las experiencias de nuestra vida cotidiana suelen transcurrir en la absoluta tranquilidad, pasan casi desapercibidas, hasta que algo las irrumpe: una de ellas suele ser la sensación de peligro. Recordamos sucesos insignificantes cuando vienen acompañados de otros más impactantes; por ejemplo, los atentados a las Torres Gemelas. Cuando se nos pregunta qué hacíamos cuando sucedió aquél terrible acto violento, casi todos lo recordamos. Por tanto, a veces no somos capaces de apreciar los momentos por sí mismos, por la sola belleza intrínseca de las cosas. Algo más ruidoso tiene que venir a acompañarlo para darnos cuenta: Así de impresionables solemos ser los humanos.


Cuando decidí ir a Guatemala se dio una de estas situaciones que acabo de comentar: a este hermoso país y al mío, México, los sacudía una terrible violencia por aquel entonces. Los cárteles de la droga se habían apoderado del control de las calles, y vivíamos bajo el yugo inquebrantable que estas personas nos imponían: no podíamos salir a la ciudad libremente. Había balaceras en todas partes y todos los días, y lo que realmente nos atemorizaba era que no sólo había ejecuciones de personas relacionadas al crimen organizado, sino que estaban atentando contra el ciudadano común. Hubo una oleada de delincuencia que ya no conocía litoral. Los Zetas, un grupo armado que rompió relaciones con el Cártel del Golfo, habían decidido que querían crecer y expandir su poderío. Y en el trayecto, no iban a tener consideración por nadie. No sólo en todo México se vivía esta clase de terror; también Guatemala se había infestado de zetas. No era seguro transitar en ninguno de los dos países sin el riesgo a ser secuestrado, asaltado, torturado o ejecutado sin piedad alguna. 


Por esta razón, no teníamos ya la capacidad para apreciar la belleza de nuestro alrededor, porque permanecíamos en la mirilla constante de un arma semiautomática, escondida quién sabe dónde. Era un verdadero infierno. Hoy ya no lo es tanto, afortunadamente, aunque desde entonces la vida ya no fue la misma. La siguiente aventura estuvo marcada por ese fantasma, un acosador inseparable, que tuve que ahuyentar de manera temeraria, lo reconozco, porque no estuve dispuesto a que la inoportuna y molesta violencia entorpeciera mi viaje de ninguna manera, puesto que, nunca hay que olvidar esta máxima maravillosa de la vida: sólo se vive una vez.


Ciudad de Guatemala, el encuentro con una cultura hermana


Tengo que mencionar, sin embargo, que este viaje maravilloso no habría sido posible sin la complicidad de mis amigos guatemaltecos. Antes de partir hice amistad virtual con algunas personas que generosamente me orientaron en todo momento, y en algunos casos, hasta me alojaron. Es así como evalúe un presupuesto base, una posible ruta y ¡a volar! Mi primera parada fue, por supuesto, la Ciudad de Guatemala. El vuelo transcurrió en completa calma, ya tenía reservado un hotel del centro que mi amiga Silvia me ayudó a localizar. Ellos se encargaron de recogerme en el aeropuerto y no tuve ningún problema para llegar.


Mi encuentro con la capital fue de forma muy transparente: sus calles, sus construcciones, viviendas y la diversidad de su gente me resultó muy familiar con mi entorno mexicano. Es una cultura muy arraigada en las tradiciones, aunque poco a poco cede, como la nuestra, al asimilamiento de otras culturas propiamente anglosajonas, y a la adquisición de productos de procedencia asiática. Dimos un paseo por el Centro Histórico, una explanada muy grande que aloja al Palacio de Gobierno. Y nos fuimos abriendo paso por entre la avenida principal, que alberga toda clase de locales comerciales, puestos con baratijas, productos locales, farmacias, tiendas y souvernirs.


Cuando uno viaja, sobretodo al extranjero, siempre se preocupa por dos cosas muy mundanas, pero indispensables para que todo transcurra en paz: sus pertenencias y no salirse del presupuesto económico. Lo primero lo tenía muy en mente. Mi amiga, incluso, me aconsejó no apartarme del corredor principal, para no atraer la mirada suspicaz de los vigilantes que revelara mi condición de turista, y no ser blanco perfecto de los ladrones.


No siempre viajar es bello, todo depende del rol que juegues en ese viaje y las condiciones en las que lo hagas. En este encuentro con el país vecino me interesó particularmente una cosa: conocer la manera en que nos veían los guatemaltecos; esto debido a que tenemos una frontera en común y cientos de indocumentados, que buscan una oportunidad en Los Estados Unidos de América, tienen que atravesarla. Son incontables los relatos de injusticia y discriminación de estos migrantes, quienes tienen que sufrir por parte del Gobierno Mexicano. Y más aún: la terrible violencia y maltrato que reciben si llegan a ser cazados por los narcotraficantes, que están en constante acecho para retenerlos, y en muchas ocasiones, reclutarlos a la fuerza. La idea preconcebida que llevaba a cuestas fue acertada: los guatemaltecos nos ven con cierto recelo, por las razones que ya he mencionado. Estoy hablando en términos generales. Por supuesto que no siempre las cosas son así. Una prueba de ello fue el trato que recibí por parte de mis amigos; pero si somos objetivos, nuestros estratos sociales y económicos están por encima de la media. El ciudadano de a pie, el que tiene que enfrentar de manera desesperada la supervivencia, no siempre corre con la misma suerte que muchos de nosotros.


Terminamos de disfrutar el recorrido, entablé charla con algunas personas conocidas de mi amiga y pude percibir su cálida amabilidad en todo momento. Por la noche fuimos a beber cerveza Gallo a un barecito y bailamos un poco. La ciudad en sí no ofrece sitios realmente interesantes: lo mágico se encuentra en la provincia. Por tanto, había que descansar, porque el viaje, las aventuras, los descubrimientos y la sensación de plenitud al respirar aires nuevos, apenas estaba dando inicio.


Antigua, un fascinante pueblo mágico por descubrir


Antigua es un encanto. Por donde se le mire. Alberga una cantidad increíble de sitios históricos, monumentos, construcciones en ruinas, iglesias y un sinnúmero de calles que se pueden recorrer a pie, con caminos cerrados al tránsito en vehículo, dando libertad al paseante de caminar a sus anchas, sin el molesto ruido de los coches ni con la preocupación constante de sortearlos a cada rato, para no ser arrollados. Antigua es un pueblo mágico. Me ha recordado mucho a uno muy característico de México que se encuentra en el estado de Guanajuato: San Miguel de Allende.  Para llegar a él tomamos un bus muy peculiar, un camión muy colorido. El pasaje, como puede imaginarse, era gente muy noble, de condición humilde. Lo primero que me llamó la atención fue que los asientos, diseñados para dos personas, lo ocupaban tres, por la demanda de su servicio (se saturan de inmediato estos vehículos). Yo soy una persona que suele andar en transporte público, me gusta tomar los camiones en las esquinas para conocer mi entorno, para ver cómo anda la ciudad, el estado de sus calles y saber de primera mano la realidad de la gente. Cosa que no se percibe si sólo transitas en coche, dentro de la burbuja de su aire acondicionado, sin escuchar las charlas de las personas, los temas que conversan, sin ver sus rostros de cerca y adentrarse un poco en los problemas que los aqueja.


La caminata, por supuesto, fue interminable y placentera. Recorrer un sitio, olerlo, casi saborearlo, conocer su historia, escuchar a los guías ocasionales que llevan grupos de turistas y aprender un poco de los hechos que algún día allí ocurrieron; percibir los inquietantes relatos, casi ver los fantasmas que aún los habitan, son momentos tan íntimos que definitivamente te tocan. No hay sensación más reveladora que descubrirse en un sitio ajeno, explorarlo de a poquito y hacerse, con los días, un habitante más. 


Normalmente cuando pongo pie en un sitio que es nuevo para mí, permanezco atento a los detalles. Voy observándolo todo, me hago partícipe de su experiencia, miro las caras frescas de la gente, escucho sus acentos y voy tratando de imitarlos para mis adentros, bajito, casi como en un rezo. Es rico dejarse sorprender por una forma de hablar diferente porque las palabras pronunciadas por gente de otro país, adquieren un nuevo sentido, incluso un nuevo significado. Al principio causa un poco de risa, hay que reconocerlo, pero al habituarse vas comprendiendo que la historia personal de cada lugareño está íntimamente ligada con su lenguaje, pues es la forma que tiene de comprender su mundo y al mismo tiempo de describirlo para los demás. Yo me dejé seducir, y palpé cada muro casi con la religiosidad con que se toca un cuerpo humano.


Hoy, al recordarlo, siento un poco de nostalgia. Como ya he dicho antes, dependiendo del momento en el que te encuentres, vas encontrando que al volver atrás, las situaciones adquieren un nuevo sentido: lo que viví en Antigua me hizo recordar que la Historia no es aquella que se encuentra sólo en los libros que nos proporciona la escuela. La Historia, con mayúscula, es aquél lazo vivo, palpable, que tiene el hombre con su entorno, y que es contado a diario a través de las personas, de generación en generación, a los nuevos ciudadanos. Y hay un vestigio vivo de ello: las heridas de nuestras construcciones. Cada fragmento, cada pared derruida nos cuenta algo, pero hay que saber escucharlo. Porque si hacemos oídos sordos a ella, estaremos condenados a volver a repetirla.


Panajachel, la imponente mirada de dos ojos volcánicos que te observan con ternura


Quizá tú, amigo viajero, que has tenido la gentileza de llegar hasta aquí en la lectura, no creas en el destino. Y te entiendo, yo muchas veces llegué a cuestionarme esta situación. O quizá eres de los que sí. Lo que no podrás negarme es que existen determinados momentos de la vida que resultan demasiado sospechosos, que la conjugación mística de los encuentros entre personas, cruces de caminos o simples instantes que la vida se encarga de ponernos enfrente, parecen de dudosa casualidad.


En un primer momento Panajachel no estaba en mi itinerario de viaje, porque suponía hacer un rodeo que consideraba problemático, puesto que yo quería dirigirme más al norte de Guatemala, pero por aquellas circunstancias misteriosas del universo me animé a hacer una pequeña escala, ¡y vaya qué gran acierto tuve!: Panajachel es una joya de la naturaleza. Uno de esos sitios caprichosos que no te crees. Acceder a él no es una tarea irrelevante, implica tomar una pequeña aventura, pero que vale bastante la pena tomar. No recuerdo cuántos camiones tuve que tomar, lo que sí guardo en la memoria es el momento final para llegar a él. Nos metieron en una camionetita pequeña, de las que transportan material de construcción o alimento de ganado, y ahí vamos, trepados en ella, sorteando veredas empinadas, dando brincos, esquivando ramas peligrosas, recibiendo el aire directo en nuestras caras, para que al final nos recibiera el paraíso: dos tremendos volcanes, levemente acariciados por un majestuoso lago. La vista no tenía precedente para mí. Vuelvo a ver las fotos y suspiro de la emoción. Llegó un momento en que me sentí hipnotizado por esos dos enormes ojos volcánicos. 


Di un paseo en lancha para ver un poco más de cerca aquellos hermanos ancestrales, y después volví a mi hostal. Di un paseo muy agradable por un mercadito de artesanías que se encuentra en un corredor turístico, el cual se tiene que atravesar para acceder a aquél sitio. Más tarde me vi con Claudia, una amiga guatemalteca muy gentil que me invitó a tomar un café. Aquí es donde una vez más el azaroso andar del tiempo nos revela que hay algo detrás de la aparente simpleza de los momentos: ella, una vez que la plática se cobijó por una confianza y complicidad inusitada, comenzó a contarme una historia impactante de su vida íntima, que le resultó más fácil detallar ante un, entre comillas, desconocido como yo, que le permitiera observar desde una perspectiva neutra su realidad. Nuestra charla le permitió vomitar un veneno que le estaba causando tanto daño. Le aconsejé de la forma más objetiva y razonable que pude, y eso le ayudó a esclarecer un camino que estaba dispuesta a andar a partir de entonces. Me alegró mucho poder apoyarla. Al final nos despedimos con la promesa de mantener la amistad y así fue: hoy en día mantenemos contacto y me alegra saber que esa vieja herida sanó por completo y pudo darle un giro completo a su vida, encontrando un nuevo sendero al lado de una persona que ha complementado su felicidad.


Ya por la noche decidí tomar un descanso en mi hostal. Aquél sitio tenía aguas termales y por supuesto fui a darme un buen baño caliente en una de sus pozas, con el agua que según me dijeron, provenía de un vertedero del mismo volcán. Fue un verdadero placer, no sólo sentir la calidez reparadora del agua sobre mi cuerpo: al cerrar los ojos, sentí que estaba siendo partícipe de algo más grande (algo que hoy en día aún no comprendo del todo) que había preparado las cosas para que así ocurrieran.


Xela, el encuentro con lo místico


Si en el capítulo anterior les quedó un poco de duda ante las situaciones de aparente casualidad que empezaban a cobrar sentido, al terminar de leer este ya de plano van a decir: “¡Ah, no mames!”… Mi itinerario consideraba la ciudad de Quetzaltenango -para los cuates, “Xela”-, ciudad sin mayores atracciones turísticas, pero parada obligada para mí porque había hecho una excelente amiga: Mariela. Y como había la promesa de pasar una noche mexicana con amigos suyos (está bien, lo confieso, sólo tuvo que mencionar la palabra mágica para mí, tequila, mi bebida alcóholica favorita), por supuesto que no iba a dejar pasar esa maravillosa oportunidad de hacer nuevos amigos. Así que enfilé para aquella ciudad. En este punto me gustaría mencionar una característica de Guatemala que me parece interesante resaltar: Tiene un pésimo transporte público. No existen centrales de autobuses en cada ciudad, como las conocemos en diversos países, donde divergen distintas líneas de camiones que te llevan a los puntos más importantes del territorio nacional. No. Aquí debes ingeniártelas un poco para ir de un lugar a otro, puesto que las distintas rutas que te llevan de un pueblo a otro se encuentran, en muchos casos, a las afueras de la ciudad.


Esto aumentó aún más la sensación de peligro que comenté al inicio de este relato. El hecho de trasladarte de un punto a otro se vuelve problemático y riesgoso, porque hay que cargar con tu equipaje, exponiéndote. Afortunadamente la gente me orientó sobre los lados a los que tenía que dirigirme, para tomar los debidos buses, ya fuera caminando, subiéndome a taxis colectivos, esperando en algunos momentos la hora oportuna en que cruzaban los camiones, y ahí me tienen una vez más, a la buena de Dios. Pero el contratiempo tuvo su recompensa, porque el trato que recibí por parte de mis amigos quetzaltecos fue incomparable: Mariela y Estefanía me dieron un recorrido por la ciudad, por los principales edificios históricos, iglesias, plazas públicas y museos. Me llamó la atención que un parque le dedicaba homenaje exclusivo a México, habiendo en él réplicas de un calendario azteca, bustos de héroes mexicanos, y otros monumentos alusivos a mi cultura. Por la noche fuimos a su casa a comenzar la fiesta. Hubo mucha bebida, baile, charlas interminables, bohemia (a mí me gusta cantar y me prestaron una guitarra, en algún momento fui trovador de bares, así que les dediqué un montón de canciones que me sabía) y comida típica de Guatemala. Y aquí es donde viene lo místico:


Mis amigas me confesaron, en un determinado momento de la noche, que eran videntes, es decir, tenían la capacidad de ver más allá de la simple vista, sentir el aura de las personas, recibir mensajes en los sucesos, y otra serie de sensaciones que no forman parte de una realidad inmediata, cotidiana, sino de aquella que escapa a los simples sentidos de un ser humano. Yo por aquél entonces estaba pasando por una desilusión amorosa y ellas, sin que yo se los contara, me lo dijeron. Me asombré. La curiosidad me ganó y quise saber más, quise vislumbrar si en mi camino estaba el reencontrarme con la chica de la cual estaba enamorado, así que me leyeron cartas del Tarot: me hicieron ver que mi lado no estaba con ella, y que ocurrirían una serie de sucesos en los próximos días que formarían parte de los hechos que me ayudarían a revelar la verdadera personalidad de esa chica. Semanas más tarde, las profecías se cumplieron al pie de la letra. Increíble, ¿no es así? 


De Xela salí cambiado, con una energía nueva y positiva -conformada por diferentes matices- que me dio un impulso fresco y necesario para aquél momento de mi vida; y también me dio una nueva visión de la realidad: mis queridas amigas me enseñaron a percibir que en el mundo hay señales, que están presentes en todo momento, pero que si no tienes la suficiente humildad y serenidad para querer mirarlas (¡a veces es sólo cuestión de tener los ojos bien abiertos!), te perderás de infinidad de valiosas enseñanzas.


Semuc Champey: la verdadera aventura de este viaje inolvidable


Los paisajes que contemplé en Semuc Champey, el contacto íntimo con su naturaleza y los tropiezos que tuve para llegar a él, resumen la intensión de este diario. La travesía desde Ciudad de Guatemala hasta allá no fue nada sencilla: fue un tramo muy largo y atropellado. Tuve que tomar distintas rutas, camiones, taxis y colectivos para alcanzar el sitio. Recuerdo que uno de esos cruces fue particularmente peligroso. Para abordar una combi que haría escala con otro bus, tuve que despertarme por la madrugada para caminar algunas calles oscuras y llegar a la parada de estación. Mientras andaba en la penumbra, confieso que me puse en guardia de manera instintiva, pues ocasionalmente vi hombres en las calles que terminaban la jerga de la noche anterior, borrachos y algunos drogados. En un punto del trayecto pude ver que dos tipos me seguían. Fue terrible la sensación de soledad y vulnerabilidad que llegué a sentir. Intenté sacármelos del paso y buscaba los puntos más luminosos del camino. En una de esas, ya de plano corrí. No estaba dispuesto a averiguar si realmente querían asaltarme. Por fortuna llegué al sitio donde la combi hacía parada y de inmediato me subí, sintiendo un alivio formidable.


Dormí durante algunos trayectos y finalmente llegué a mi destino. Me instalé en mi hostal e hice los preparativos para el tour que tenía previsto. Pero la sensación de riesgo aún no culminaba. Semuc Champey se encuentra en lo alto de una montaña. De ahí gran parte de su encanto. Una combi nada propicia para subirla que se encargaría de llevarnos casi se accidenta, en lo que pudo ser una terrible tragedia para quienes la abordábamos. El camino estaba lodoso y muy empinado, además de que a los lados estaba prácticamente el desfiladero: en un tramo angosto la camioneta empezó a patinar, por más que el chofer intentaba sacarla de su atasco no lo conseguía y giraba peligrosamente en zig-zag. Hasta que el retroceso fue inevitable. El vehículo comenzó a irse hacia atrás sin control, todos estábamos con el alma en vilo, pensando que caeríamos al despeñadero, pero por cosa de suerte (u otra vez, el destino), un montículo de yerba nos detuvo, de lo contrario la volcadura era más que previsible. Salimos del coche y esperamos a que una camioneta más apropiada nos diera aventón. Una vez que llegamos, la aventura comenzó. 


La vista era sublime: ríos, puentes, espejos de agua, lagunas, pequeñas cascadas y la naturaleza en su máximo esplendor. El paisaje se describía a sí mismo y contemplarlo fue uno de esos pocos privilegios a los que tiene uno acceso durante su vida. El paseo final no fue para nada el más tranquilo -para variar-, pero fue una de esas aventuras extremas por las que debemos tomar partida de vez en cuando. Uno de los recorridos tenía que hacerse al interior de una cueva, que albergaba riachuelos internos profundamente oscuros, y que se tiene que realizar llevando tan sólo ¡veladoras! Me resultaba inaudito, pero era cierto. Ya adentro, te dabas cuenta de la verdadera locura. Lo que hice finalmente fue disfrutar el camino, ya no me estresé al pensarlo, ya estaba ahí. Teníamos que nadar por entre las aguas frías; unos tramos fueron muy escalofriantes, en ciertos puntos tenías que echarte un clavado, y en todo momento sostener tu veladora para que no se te apagara, de lo contrario nadie sabría dónde te encontrabas, además había que ingeniárselas para nadar con un solo brazo. Recuerdo haberme hecho una raspadura con una de las piedras. Algunos parajes, en cambio, eran muy disfrutables. Valió la pena, definitivamente. Fue un sabor agridulce, pero rico.


De regreso al hostal solo me quedaba energía para darme un baño reparador, pensando que al día siguiente me esperaba uno de esos encuentros mágicos, y que a mí particularmente me atrae demasiado, y que es el encuentro con la cultura maya: esos seres que dejaron esparcidas por toda Mesoamérica misteriosas construcciones, que hoy en día seguimos preguntándonos… ¿cómo las construyeron y para qué?


Tikal: mi reencuentro con la cultura maya


Después de haber conocido la mayoría de los sitios arqueológicos de la cultura maya en México (había visitado gran parte de Yucatán, Chiapas y Campeche), un destino obligado para mí era, por supuesto, Tikal: uno de las ciudades mayas más importantes de su época. Sus construcciones son majestuosas y únicas. Y para llegar hasta él, de nueva cuenta fue toda una hazaña. Relataré una anécdota que me pareció divertida y asombrosa: Las moscas, que son los jóvenes que le ayudan al chofer a cobrar, anuncian la llegada y salida de una unidad de transporte. Son unos verdaderos acróbatas, porque toman tu equipaje, lo montan en su espalda y lo suben al techo ¡con el autobús andando en carretera! Me parecía una verdadera proeza verlos hacer su trabajo, se me hacía una tarea tan temeraria que no sabía si reírme o cerrar los ojos para no verlos caer al vacío (cosa que por supuesto no sucedía, pues eran chicos bien adiestrados por sus interminables horas de viaje), una delicia lo que te encuentras por aquel país centroamericano.


Cuando llegué a Flores, me di cuenta que tuve un grave error de cálculo de tiempo de estadía, porque sabía que al día siguiente tenía que cruzar la frontera para llegar a Tuxtla Gutiérrez, pues mi vuelo de regreso ya estaba programado. Por tanto, tenía sólo el resto de la tarde para hacer mi paseo por el sitio arqueológico. Me apresuré a buscar un tour que saliera ese mismo rato pero no tenía suerte. Comencé a sentirme desesperado y frustrado porque sabía que podía perderme de una visita maravillosa, y todo por la torpeza de mi planeación. Finalmente encontré una agencia que iba hacia allá pero salía a los pocos minutos y sólo iba a recoger a unos turistas, no haría el recorrido, así que no podían ofrecerme más que transporte y nadie me aseguraba que al regreso podían traerme de vuelta. En resumidas cuentas, me llevarían pero sólo por compasión. No me importó. Decidí aceptar la vuelta, total, no había hecho un viaje tan largo para sólo cruzarme de brazos. Pues allá vamos. Una vez ahí el chofer fue muy claro: haría parada solo una hora, en lo que los turistas estaban de vuelta, y si yo no me encontraba para cuando ellos estuvieran ahí, él regresaría sin mí. Ninguna otra unidad de cualquier otro tour estaba disponible para entonces, pues los recorridos siempre sucedían por la mañana, y en ese momento ya estaba cayendo la noche. No me importó. El sitio es enorme. Yo no hallaba para dónde jalar. Y para colmo, el vigilante del sitio ¡ya no quería dejarme entrar!, pues ya no eran horas de visita. Haciendo uso de un drama digno de telenovela, le hice ver que me haría un terrible mal regresarme a México sin haber pisado esas extraordinarias ruinas, y le toqué el corazón. Y ahí me tienen como loco, corriendo hasta las entrañas de la ciudadela, no teniendo muy claro para dónde dirigirme, sin un mapa, dejándome llevar únicamente por los señalamientos que alcanzaba ver a la mano. 


Cuando llegué hasta el corazón de esa pequeña selva, contemplé casi con religiosidad, con absoluta alegría, llorando de felicidad, aquellos increíbles monumentos colosales. Se me había juntado todo, las cosas buenas y no tan buenas que hasta entonces me habían ocurrido en aquél formidable país. Me sentí abrumado, con los sentimientos a flor de piel. Visité lo que pude, tomando fotos a discreción y al mismo tiempo dándome pequeños respiros para poder contemplar mejor las ruinas. En una de esas situaciones irónicas, encontré a un tipo en lo alto de una pirámide, fumando un porro de mariguana, y alcancé a gritarle que si no sería tan amable de tomarme una foto y él muy encantado aceptó. Pero para bajar, ¡se tomó toda la tranquilidad del mundo! Total, obtuve mis preciadas fotos, que hoy atesoro con orgullo. Iba de un rumbo a otro: tomar foto, correr, respirar, contemplar. Un pequeño ciclo. Iba por verdaderos laberintos, encontrándome con más ruinas hermosas, diminutas chozas, y una que otra colina. Y el regreso… caray, otro pequeño reto. Estaba desorientado, porque les reitero, el sitio es enorme. Ayudado por los señalamientos, corrí como loco buscando mi combi, con el corazón en la mano, rezando porque continuara allí. Había pasado ya más de la hora y pensaba que no lo lograría. Cuando finalmente aparté la última rama de mi camino, vi la combi como con un aura resplandeciente a su alrededor, era la más bonita luz que había visto hasta entonces. Me trepé de un salto a la combi y el chofer arrancó, mientras me regalaba una sonrisa cómplice, sabiendo que me hacía un gran favor: 

Y yo le di las gracias más hermosas del planeta, por supuesto.


El regreso: el cruce de la frontera México-Guatemala en lancha


El viaje estaba por concluir. Cuántas experiencias en un solo viaje. Cuántos valiosos momentos y tantas aventuras para contar a mis amigos, a mi regreso. Pero todavía faltaba una cosa importante: cruzar la frontera. ¿Y cómo lo haría? De una forma en que jamás lo había hecho antes: en lancha. Se me hacía una cosa fascinante, si no es que riesgosa. Porque, recapitulemos, el cruce entre mi país y Guatemala no era precisamente el lugar más seguro del planeta. Recordemos la gran demanda de migrantes centroamericanos que a diario intentan cruzarla, para llegar a “la tierra prometida”, que es Estados Unidos de América. Así que el hecho de hacerlo de esa manera me inquietaba y a la vez me seducía. 


Llegué al punto de revisión fronteriza, que era una choza, prácticamente. No daba crédito a que el trámite fuera así de escueto e irrelevante. Presenté mi pasaporte, pagué la cuota de salida y a los pocos minutos ya estaba arriba de mi lancha, que me llevaría al lado mexicano. No lo creía del todo, pero así era. Mientras cruzábamos el río Usumacinta, escuchaba el grito de los monos aulladores. Es un alarido impresionante e imponente. Podías ver por momentos el cruce de cocodrilos por el lugar. Mientras el viento me daba en plena cara, y el olor del agua turbia se me impregnaba en la ropa, los momentos que había vivido en Guatemala me llegaban como pequeñas ráfagas luminosas a mi memoria:


Este increíble viaje me hizo, ante todo, reencontrarme conmigo mismo. Disfruté a plenitud los instantes. Hice nuevos amigos y pude presenciar en directo, a través de un cristal más cercano y menos empañado, la realidad de los guatemaltecos: su cultura, su lucha diaria por salir adelante, la calidez de su gente; la maravilla de sus paisajes; la majestuosidad de sus construcciones; la solemnidad de sus iglesias; la permanencia incólume de sus monumentos; y la increíble armonía entre la naturaleza y una antigua civilización, que ha quedado casi en el olvido, me tocó hondo. Ya no soy el mismo desde entonces. Ahora vivo un poquito más a plenitud las cosas. Valoro más quién soy y el lugar en el que me encuentro. Porque, amigos, uno no puede dar un paseo por la realidad sin tener la intensión de sumergirse hasta su fondo. Pues de lo contrario, ¿de qué estamos hechos? ¿Vamos andar por ahí solamente para mirar? ¿Vamos a conformarnos con tan sólo lo que nos toque presenciar, sin buscar la aventura, sin salirnos de nuestra zona de confort, sin buscar nuevos horizontes y perdernos en ellos? ¿Vamos a chapotear solamente en la superficie de las cosas, su lado más bonito y más amable, sin ir más allá de los límites, esos que sólo nosotros decidimos ponernos?


Les aconsejo que no. Vayan y disfruten de su mundo, su propio mundo interior, y descúbranse como parte de un entramado sutil, que no está a simple vista, pues todos y cada uno de nosotros estamos íntimamente conectados con el cosmos. Se los digo a ustedes pero en realidad me lo digo a mí: Los riesgos son reales y tangibles, no hay que ser ingenuos pretendiendo que no existen, y el miedo a lo desconocido siempre nos va a hacer dudar de lo que somos. Pero que eso no nos detenga nunca. Lo que ha vivido mi país, la terrible inconsciencia de ciertas personas, que amenazan a diario nuestras vidas, no debe paralizarnos.  Afrontemos con valor nuestro camino y andémoslo. Porque de lo que se trata la vida es precisamente eso: de un movimiento perpetuo. 


Gracias Guatemala, gracias chapines, gracias amigos, por haberme permitido disfrutarlos y conocerlos un poco más: Lo que he encontrado en ustedes lo llevaré por siempre en mi corazón.


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