He dado incontables paseos en solitario. Viajes a lo desconocido. Escapadas a los rincones más inverosímiles que puedan ustedes imaginarse. He sido irresponsable. No me he detenido a pensar en los peligros a los que puedo enfrentarme. Muchas veces no tuve un plan determinado; otras tantas, sí, lo hice con un guión perfectamente trazado en mi bitácora de viajero. Sin importar la forma, cuando me fugaba, sentía un alivio profundo, casi como si me estuviera cubriendo desde lo alto del cielo un halo de luz reconfortante: algo en mi interior también se iba descubriendo en esta transición de oscuridad a iluminación. Ha sido un temor nutritivo, desconcertante; una tensa paz que me hizo sentir que estaba viviendo algo real, tangible, lejos de mi hermética y controlada soledad. Pero esa irresponsabilidad me ha dejado algo positivo con los años.
Siempre me ha gustado estar solo. Andar ligero, sin demasiado equipaje. Tomar la decisión y al instante embarcarme hacia un nuevo destino. Pero un buen día, tropecé con una piedra en medio del bosque y caí tierra abajo, dando tumbos entre el enramado, sin que pudiera asirme de alguna liana para evitar mi agitado descenso. Cuando me levanté, me encontré con el edén… Quién lo iba a pronosticar: mis pasos errantes, vagabundos, me iban a conducir a un lugar insospechado, maravilloso, inquietante. Desde que lo encontré, he acudido a él todos los días. Ahí me siento seguro, pleno, lleno de energía transparente, que purifica sistemáticamente mis sentidos cuando por las noches me sumerjo en el misterio de sus profundidades. Y este lugar me lo he apropiado por tal razón: Es, desde entonces, mi paraíso secreto.
Yo no lo buscaba. Ya no. Porque no esperaba encontrarlo nunca (con los años, uno a veces simplemente deja de buscar). Pero mi suerte ya estaba echada: no tenía sentido pues evadir mi destino, si éste, con tremenda voluntad, se había tomado la bella molestia de pedalear muy fuerte su bicicleta tan sólo para alcanzarme. Hablo, por supuesto, del amor. Pero hablar sobre el amor es fácil y es difícil, porque no se tiene la certeza de abarcarlo por completo, o apenas de asomarlo un poco, si es que no se quiere caer en la envolvente retórica del romanticismo del siglo 19. ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? ¿De qué se habla cuando se intenta definirlo? Podría vaciar aquí un barril completo de argumentos, pero todos ellos tan sólo embriagarían a uno que otro pobre diablo, porque lo que hay adentro es una sustancia amorfa, inconsistente, que apendejaría al más cuerdo de los mortales. Sólo diré, por tanto, que una de las formas más sublimes (no la única) de llevar el amor a la trascendencia es el matrimonio. No entraré en polémica con los nihilistas.
Hace algunos años me cuestionaba sobre la condición del matrimonio y llegaba a la conclusión de que sí, de que era una empresa demoledoramente difícil de sobrellevar, de que requería fortaleza espiritual, una profunda convicción y que muy pocas parejas lograrían salir adelante (consideraba que aquellas relaciones recientes estaban condenadas al fracaso, por la aceleración y la superficialidad muy característicos de los tiempos modernos). Pero al mismo tiempo creía que no había por qué desesperanzarse, siempre y cuando hubiera de por medio un compromiso y complicidad a prueba de asteroides. ¿Pero se está verdaderamente preparado para el matrimonio en algún momento de nuestras vidas? ¿Existe algún indicador confiable que mencione la época precisa para unir la vida a la del ser amado? No existe. Es sólo una cuestión de decisión. Se podrá encontrar a una persona buena, trabajadora, hermosa, y los resultados a los pocos años podrían ser catastróficos; o podría hallarse a un ser con intensión rebelde, parrandero, simpático, y al poco tiempo aburrirse porque resulta que no era lo que se esperaba. No hay garantías. Ni siquiera la edad juega un rol determinante. ¿Entonces cuál es la fórmula, cuál es el secreto? Vuelvo a decirlo: es sólo una cuestión de decisión: El espíritu, el cuerpo, el cerebro, el corazón, la sangre, los cinco sentidos, el sexto sentido, los astros, el calendario maya, la ouija, todos juntos tendrán que decirnos el instante preciso y mostrarnos a la persona indicada:
Y es justo aquí donde dejo de hablar en tercera persona para señalarte a ti, Lizette Bretón, y sólo a ti, como esa persona escogida (en el sutil lenguaje que a estas alturas hemos creado tú y yo, sabes perfectamente que te estoy albureando). Quiero describir con brutal honestidad lo que logras provocar en mi alma, cuando me regalas esa cautivante sonrisa que arrasa con toda mi tranquilidad; que como huracán, arranca de raíz los árboles de estabilidad que con paciencia he venido sembrando. Tu presencia me abarca, me serena, me irradia. Porque fue por esa razón que yo te puse este apodo, “Sak che’eh”, que en lengua maya significa sonrisa.
Ninguna persona antes se había comprometido de la manera en la que tú lo has hecho conmigo. Me abruma y me extasía la manera en la que te entregas a este amor de los dos, lo haces de una forma completa, sin reservas, con la plena confianza de que lo haces por estar brindando lo que eres, sin tapujos, sin engaños, confiada en que tu apasionada fe en nuestra relación será una semilla fértil, que pronto germinará y dará frescos y jugosos frutos en nuestros corazones. Paradójicamente, es contigo con quien más he reñido. No eres un espejismo, eres real. Por tanto, no todo en nuestra relación es perfecto. No debería serlo. Es necesaria la catarsis, los eclipses, las pesadillas, los terremotos, algo que nos mueva el piso; tenemos que nadar hacia la superficie cuantas veces sea necesario para tomar un respiro profundo, pues si no, nos ahogaríamos en un mar interminable de sofocante miel.
Te atreviste a desafiar mis leyes, a vulnerar la estabilidad de mi trinchera. Entraste y saqueaste todo. No tuviste respeto por llevarte lo que había construido. Pero dejaste todo en orden, abriste las ventanas para que una corriente de aire fresco, purificador, ventilara los espacios, para que entrara la calidez de tu luz y despejara toda penumbra. Me atravesaste, como fantasma que camina entre paredes, y sentí la certeza de tu presencia antes de siquiera haberte mirado, como se siente una brisa antes de caer el atardecer. Desde entonces no sé cómo liberarme de ti. Me poseíste. Inyectaste tu veneno y en mi cuerpo se pasea un líquido abrasador, incesante, que mis venas no terminan todavía de asimilar. Te apoderaste de mi voluntad. Tomaste el hilo de mi alma y el papalote tuvo que revolotear en círculos, a tu merced. Nadie lo había logrado, sólo tú. Eres noble, eres una mujer increíble. Te idolatro, soy tu fan. Me encantas. Eres la mujer más hermosa sobre la faz del planeta. Así te ven mis ojos. Así te ven los ojos de cualquier ser humano, demonio, ángel o quimera que ha tenido la fortuna de haberse cruzado en tu camino. Ante ti se puede rendir cualquier ser terrenal, tan sólo con tu belleza. Pero tu encanto, tu irresistible personalidad se adelantan. Porque eres buena. Tienes una gracia y un andar tan natural. Brillas porque tu simpleza, tu naturalidad son brutalmente llamativos en el mundo artificial que hoy tristemente habitamos. Tu seguridad, tu buen humor, tu solidaridad con el prójimo, tu carisma, no hacen más que potenciar el magnetismo que irradia el centro de tu universo. Eres un sol. Yo sólo soy un pobre satélite errante que quedó atrapado en tu órbita.
He sido afortunado de encontrarte. No sé cómo ocurrió. No sé si fue obra de algo más grande que nosotros, pero no me importa. No pienso perder la oportunidad. Te tengo y me tienes. Nos tenemos. Quiero vivir a tu lado, caminar junto a ti. Sólo quiero vivir una vida entera contigo, sólo una, no pido más. Me será suficiente. Pues no me confío, no voy a ilusionarme con el más allá, no espero reencontrarme contigo una vez que ya no estemos aquí. Viviré el ahora y el aquí con la firme intensión estar construyendo la solidez de un futuro halagador.
Creo en el amor. Creo en el matrimonio. Y juro por mi vida que velaré por ti día y noche, y por nuestros hijos; fomentaré el bienestar, la superación, la convivencia; reavivaré cada día la llama de la pasión, para hacer de nuestra vida un paraíso secreto, donde sólo quepa el egoísmo impenetrable de un nosotros; lucharé por una meta compartida; llenaré de prolongados y reiterados momentos de alegría, de sueños, de intencionados instantes de complicidad, de cariños, de caricias, de bromas, de juegos, de largos paseos, de caminatas bajo la luna, de bailes, de parrandas, de encuentros con amigos, de placenteros viajes inesperados, y de seducción. Volteo atrás y hago un recuento de nuestra historia, y pienso: le has dado a mi vida el proyecto más claro, más trascendente y bello que jamás haya tenido. Gracias, libélula, por caminar a mi lado todo este tiempo, por no haber perdido la fe en mí ni en nuestro amor. Gracias por haber aceptado dar el siguiente paso, que nos conducirá gradualmente, con paciente dedicación, hacia la plenitud iluminada de nuestra relación.
Te amo, hermosa Sak che'eh.
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