martes, 27 de mayo de 2025

La perfecta señorita, de Patricia Highsmith

 

Theodora, o Thea como la llamaban, era la perfecta señorita desde que nació. Lo decían todos los que la habían visto desde los primeros meses de su vida, cuando la llevaban en un cochecito forrado de raso blanco. Dormía cuando debía dormir. Al despertar, sonreía a los extraños. Casi nunca mojaba los pañales. Fue facilísimo enseñarle las buenas costumbres higiénicas y aprendió a hablar extraordinariamente pronto. A continuación, aprendió a leer cuando apenas tenía dos años. Y siempre hizo gala de buenos modales. A los tres años empezó a hacer reverencias al ser presentada a la gente. Se lo enseñó su madre, naturalmente, pero Thea se desenvolvía en la etiqueta como un pato en el agua.

—Gracias, lo he pasado maravillosamente —decía con locuacidad, a los cuatro años, inclinándose en una reverencia de despedida al salir de una fiesta infantil. Volvía a su casa con su vestidito almidonado tan impecable como cuando se lo puso. Cuidaba muchísimo su pelo y sus uñas. Nunca estaba sucia, y cuando veía a otros niños corriendo y jugando, haciendo flanes de barro, cayéndose y pelándose las rodillas, pensaba que eran completamente idiotas. Thea era hija única. Otras madres más ajetreadas, con dos o tres vástagos que cuidar, alababan la obediencia y la limpieza de Thea, y eso le encantaba. Thea se complacía también con las alabanzas de su propia madre. Ella y su madre se adoraban.

Entre los contemporáneos de Thea, las pandillas empezaban a los ocho, nueve o diez años, si se puede usar la palabra pandilla para el grupo informal que recorría la urbanización en patines o bicicletas. Era una típica urbanización de clase media. Pero si un niño no participaba en las partidas de «póker loco» que tenían lugar en el garaje de algunos de los padres, o en las correrías sin destino en bicicleta por las calles residenciales, ese niño no contaba. Thea no contaba, por lo que respecta a la pandilla.

—No me importa nada, porque no quiero ser uno de ellos —les dijo a sus padres.

—Thea hace trampas en los juegos. Por eso no queremos que venga con nosotros —dijo un niño de diez años en una de las clases de Historia del padre de Thea.

El padre de Thea, Ted, enseñaba en una escuela de la zona. Hacía mucho tiempo que sospechaba la verdad, pero había mantenido la boca cerrada, confiando en que la cosa mejorara. Thea era un misterio para él. ¿Cómo era posible que él, un hombre tan normal y laborioso, hubiese engendrado una mujer hecha y derecha?

—Las niñas nacen mujeres —dijo Margot, la madre de Thea—. Los niños no nacen hombres. Tienen que aprender a serlo. Pero las niñas ya tienen un carácter de mujer.

—Pero eso no es tener carácter —dijo Ted—. Eso es ser intrigante. El carácter se forma con el tiempo. Como un árbol.

Margot sonrió, tolerante, y Ted tuvo la impresión de que hablaba como un hombre de la edad de piedra, mientras que su mujer y su hija vivían en la era supersónica.

Al parecer, el principal objetivo en la vida de Thea era hacer desgraciados a sus contemporáneos. Había contado una mentira sobre otra niña, en relación con un niño, y la chiquilla había llorado y casi tuvo una depresión nerviosa. Ted no podía recordar los detalles, aunque sí había comprendido la historia cuando la oyó por primera vez, resumida por Margot. Thea había logrado echarle toda la culpa a la otra niña. Maquiavelo no lo hubiera hecho mejor.

—Lo que pasa es que ella no es una golfilla —dijo Margot—. Además, puede jugar con Craig, así que no está sola.

Craig tenía diez años y vivía tres casas más allá. De lo que Ted no se dio cuenta al principio es de que Craig también estaba aislado, y por la misma razón. Una tarde, Ted observó cómo uno de los chicos de la urbanización hacía un gesto grosero, en ominoso silencio, al cruzarse con Craig por la acera.

—¡Gusano! —respondió Craig inmediatamente.

Luego echó a correr, por si el chico le perseguía, pero el otro se limitó a volverse y decir:

—¡Eres un mierda, igual que Thea!

No era la primera vez que Ted oía tales palabras en boca de los chicos, pero tampoco las oía con frecuencia y se quedó impresionado.

—Pero ¿qué hacen solos, Thea y Craig? —le preguntó a su mujer.

—Oh, dan paseos. No sé —dijo Margot—. Supongo que Craig está enamorado de ella.

Ted ya lo había pensado. Thea poseía una belleza de cromo que le garantizaría el éxito entre los muchachos cuando llegara a la adolescencia y, naturalmente, estaba empezando antes de tiempo. Ted no tenía ningún temor de que hiciera nada indecente, porque pertenecía al tipo de las provocativas y básicamente puritanas.

A lo que se dedicaban Thea y Craig por entonces era a observar la excavación de un refugio subterráneo con túnel y dos chimeneas en un solar a una milla de distancia aproximadamente. Thea y Craig iban allí en bicicleta, se ocultaban detrás de unos arbustos cercanos y espiaban riéndose por lo bajo. Más o menos una docena de los miembros de la pandilla estaban trabajando como peones, sacando cubos de tierra, recogiendo leña y preparando patatas asadas con sal y mantequilla, punto culminante de todo este esfuerzo, alrededor de las seis de la tarde. Thea y Craig tenían la intención de esperar hasta que la excavación y la decoración estuvieran terminadas y luego se proponían destruirlo todo.

Mientras tanto a Thea y a Craig se les ocurrió lo que ellos llamaban «un nuevo juego de pelota», que era su clave para decir una mala pasada. Enviaron una nota mecanografiada a la mayor bocazas de la escuela, Verónica, diciendo que una niña llamada Jennifer iba a dar una fiesta sorpresa por su cumpleaños en determinada fecha, y por favor, díselo a todo el mundo, pero no se lo digas a Jennifer. Supuestamente la carta era de la madre de Jennifer. Entonces Thea y Craig se escondieron detrás de los setos y observaron a sus compañeros de colegio presentándose en casa de Jennifer, algunos vestidos con sus mejores galas, casi todos llevando regalos, mientras Jennifer se sentía cada vez más violenta, de pie en la puerta de su casa, diciendo que ella no sabía de la fiesta. Como la familia de Jennifer tenía dinero, todos los chicos habían esperado pasar una tarde estupenda.

Cuando el túnel, la cueva, las chimeneas y las hornacinas para las velas estuvieron acabadas, Thea y Craig fingieron tener dolor de tripas un día, en sus respectivas casas, y no fueron al colegio. Por previo acuerdo se escaparon y se reunieron a las once de la mañana en sus bicicletas. Fueron al refugio y se pusieron a saltar al unísono sobre el techo del túnel hasta que se hundió. Entonces rompieron las chimeneas y esparcieron la leña tan cuidadosamente recogida. Incluso encontraron la reserva de patatas y sal y la tiraron en el bosque. Luego regresaron a casa en sus bicicletas.

Dos días más tarde, un jueves que era día de clase, Craig fue encontrado a las cinco de la tarde detrás de unos olmos en el jardín de los Knobel, muerto a puñaladas que le atravesaban la garganta y el corazón. También tenía feas heridas en la cabeza, como si le hubiesen golpeado repetidamente con piedras ásperas. Las medidas de las puñaladas demostraron que se habían utilizado por lo menos siete cuchillos diferentes.

Ted se quedó profundamente impresionado. Para entonces ya se había enterado de lo del túnel y las chimeneas destruidas. Todo el mundo sabía que Thea y Craig habían faltado al colegio el martes en que había sido destrozado el túnel. Todo el mundo sabía que Thea y Craig estaban constantemente juntos. Ted temía por la vida de su hija. La policía no pudo acusar de la muerte de Craig a ninguno de los miembros de la pandilla, y tampoco podían juzgar por asesinato u homicidio a todo un grupo. La investigación se cerró con una advertencia a todos los padres de los niños del colegio.

—Sólo porque Craig y yo faltáramos al colegio ese mismo día no quiere decir que fuésemos juntos a romper ese estúpido túnel —le dijo Thea a una amiga de su madre, que era madre de uno de los miembros de la pandilla. Thea mentía como un consumado bribón. A un adulto le resultaba difícil desmentirla.

Así que para Thea la edad de las pandillas —a su modo— terminó con la muerte de Craig. Luego vinieron los novios y el coqueteo, oportunidades de traiciones y de intrigas, y un constante río, siempre cambiante, de jóvenes entre dieciséis y veinte años, algunos de los cuales no le duraron más de cinco días.

Dejamos a Thea a los quince años, sentada frente a un espejo, acicalándose. Se siente especialmente feliz esta noche porque su más próxima rival, una chica llamada Elizabeth, acaba de tener un accidente de coche y se ha roto la nariz y la mandíbula y sufre lesiones en un ojo, por lo que ya no volverá a ser la misma. Se acerca el verano, con todos esos bailes en las terrazas y fiestas en las piscinas. Incluso corre el rumor de que Elizabeth tendrá que ponerse la dentadura inferior postiza, de tantos dientes como se rompió, pero la lesión del ojo debe ser lo más visible. En cambio Thea escapará a todas las catástrofes. Hay una divinidad que protege a las perfectas señoritas como Thea.


Casa tomada, de Julio Cortázar

 

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales), guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura, pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometemos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa.

Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, mechas para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pulóver está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercera; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y en los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca. El sonido venia impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo. Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

—¿Estás seguro? Asentí.

—Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

—No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina para ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resulta molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

—Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadrito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso, todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no molestamos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en voz alta, me desvelaba en seguida).

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a ni lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo, casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte, pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

—Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

—¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté inútilmente.

—No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.


El alimento del artista, de Enrique Serna

 

a Alberto del Castillo


Dirá usted que de dónde tanta confiancita, que de cuál fumó esta cigarrera tan vieja y tan habladora, pero es que le quería pedir algo un poco especial, cómo le diré, un favor extraño, y como no me gustan los malentendidos prefiero empezar desde el principio ¿no?, ponerlo en antecedentes. Usted tiene cara de buena persona, por eso me animé a molestarlo, no crea que a cualquiera le cuento mi vida, solo a gentes con educación, con experiencia, que se vea que entienden las cosas del sentimiento.

Le decía pues que recién llegada de Pinotepa trabajé aquí en El Sarape, de esto hará veintitantos años, cuando el cabaret era otra cosa. Teníamos un show de calidad, ensayábamos nuestras coreografías, no como ahora que las chicas salen a desnudarse como Dios les da a entender. Mire, no es por agraviar a las jóvenes pero antes había más respeto al público, más cariño por la profesión. Claro que también la clientela era diferente, venían turistas de todo el mundo, suizos, franceses, ingleses, así daba gusto salir a la pista. Yo entiendo a las muchachas de ahora, no se crea. ¿Para qué le van a dar margaritas a los puercos? Los de Acapulco todavía se comportan, pero llega cada chilango que dan ganas de sacarlo a patadas, oiga, nomás vienen a la Zona a molestar a las artistas, a gritarles de chingaderas, y lo peor es que a la mera hora no se van con ninguna, yo francamente no sé a qué vienen.

Pues bueno, aquí donde me ve tenía un cuerpazo. Empecé haciendo un número afroantillano, ya sabe, menear las caderas y revolcarme en el suelo como lagartija en comal caliente, zangoloteándome toda, un poco al estilo de Tongolele pero más salvaje. Tenía mucho éxito, no es por nada pero merecía cerrar la variedad, yo me daba cuenta porque los hombres veían mi show en silencio, atarantados de calentura, en cambio a Berenice, la dizque estrella del espectáculo, cada vez que se quitaba una prenda le gritaban mamacita, bizcocho, te pongo casa, o sea que los ponía nerviosos por falta de recursos, y es que la pobre no sabía moverse, muy blanca de su piel y muy platinada pero de arte, cero.

Fue por envidia suya que me obligaron a cambiar el número. No aguantó que yo le hiciera sombra. Según don Sabás, un gordo que administraba el cabaret pero no era el dueño, el dueño era el amante de la Berenice, por algo sé de dónde vino la intriga, según ese pinche barrigón, que en paz descanse, mi número no gustaba. ¡Hágame usted el favor! Para qué le cuento cómo me sentí. Estaba negra. Eso te sacas por profesional, pensé, por tener alma de artista y no alma de puta. Ganas no me faltaron de gritarle su precio a Sabás y a todo el mundo, pero encendí un cigarro y dije cálmate, no hagas un escándalo que te cierre las puertas del medio, primero escucha lo que te propone el gordo y si no va contra tu dignidad, acéptalo.

Me propuso actuar de pareja con un bailarín, fingir que hacíamos el acto sexual en el escenario, ve que ahora ese show lo dan dondequiera pero entonces era novedad, él acababa de verlo en Tijuana y le parecía un tiro. La idea no me hizo mucha gracia, para qué le voy a mentir, era como caer de la danza a la pornografía, pero me discipliné porque lo que más me importaba era darle una lección a la Berenice ¿no?, chingármela en su propio terreno, que viera que yo no solo para las maromas servía. En los ensayos me pusieron de pareja a un bailarín muy guapo, Eleazar creo que se llamaba, lo escogieron a propósito porque de todos los del Sarape era el menos afeminado, tenía espaldotas de lanchero, mostacho, cejas a la Pedro Armendáriz. Lástima de hombrón. El pobre no me daba el ancho, nunca nos compenetramos.

Era demasiado frío, sentía que me agarraba con pinzas, como si me tuviera miedo, y yo necesitaba entrar un poco en papel para proyectar placer en el escenario ¿no? Bueno, pues gracias a Dios la noche del debut Eleazar no se presentó en El Sarape. El día anterior se fue con un gringo que le puso un penthouse en Los Ángeles, el cabrón tenía matrimonio en puerta, por algo no se concentraba. Nos fuimos a enterar cuando ya era imposible cancelar el show, así que me mandaron a la guerra con un suplente, Gamaliel, que más o menos sabía cómo iba la cosa por haber visto los ensayos pero era una loca de lo más quebrada, toda una dama, se lo juro. Sabás le hacía la broma de aventarle unas llaves porque siempre se le caían, y para levantarlas se agachaba como si trajera falda, pasándose una mano por las nalgas, muy modosito él. Por suerte se me prendió el foco y pensé, bueno, en vez de hacer lo que tenías ensayado mejor improvisa, no te sometas al recio manejo del hombre, ahora que ni hombre hay, haz como si el hombre fueras tú y la sedujeras a esta loca.

Santo remedio. Gamaliel empezó un poco destanteado, yo le restregaba los pechos en la cara y él haga de cuenta que se le venía el mundo encima, no hallaba de dónde agarrarme, pero apenas empecé a fajármelo despacito, maternalmente, apenas le di confianza y me puse a jugar con él como su amiga cariñosa, fui notando que se relajaba y hasta se divertía con el manoseo, tanto que a medio show él tomó la iniciativa y se puso a dizque penetrarme con mucho estilo, siguiendo con la pelvis la cadencia del mambo en sax mientras yo lo estimulaba con suaves movimientos de gata. Estaba Gamaliel metido entre mis piernas, yo le rascaba la espalda con las uñas de los pies y de pronto sentí que algo duro tocaba mi sexo como queriendo entrar a la fuerza. Vi a Gamaliel con otra cara, con cara de no reconocerse a sí mismo, y entonces la vanidad de mujer se me subió a la cabeza, me creí domadora de jotos o no sé qué y empecé a sentirme de veras lujuriosa, de veras lesbiana, mordí a Gamaliel en una oreja, le saqué sangre y si no se acaba la música por Dios que nos lanzamos a ponerle de verdad enfrente de todo mundo.

Nos ovacionaron como cinco minutos, lo recuerdo muy bien porque al salir la tercera vez a recibir los aplausos Gamaliel me jaló del brazo para meterme por la cortina y a tirones me llevó hasta mi camerino porque ya no se aguantaba las ganas. Tampoco yo, para ser sincera. Caímos en el sofá encima de mis trajes y ahí completamos lo que habíamos empezado en la pista pero esta vez llegando hasta el fin, desgarrándonos las mallas, oyendo todavía el aplauso que ahora parecía sonar dentro de nosotros como si toda la excitación del público se nos hubiera metido al cuerpo, como si nos corrieran aplausos por las venas.

Después Gamaliel estuvo sin hablarme no sé cuántos días, muerto de pena por el desfiguro. Hasta los meseros se habían dado cuenta de lo que hicimos y comenzaron a hacerle burla, no que te gustaba la coca cola hervida, chale, ya te salió lo bicicleto, lo molestaban tanto al pobre que yo le dije a Sabás oye, controla a tu gente, no quiero perder a mi pareja por culpa de estos mugrosos. En el escenario seguíamos acoplándonos de maravilla pero él ahora no se soltaba, tenía los ojos ausentes, la piel como entumida, guardaba las distancias para no pasarse de la raya y esa resistencia suya me alebrestaba el orgullo porque se lo confieso, Gamaliel me había gustado mucho en el camerino y a fuerzas quería llevármelo otra vez de trofeo pero qué esperanza, él seguía tan profesional, tan serio, tan en lo suyo que al cabo de un tiempo dije olvídalo, este nada más fue hombre de un día.

Cuál no sería mi sorpresa cuando a los dos meses o algo así de que habíamos debutado me lo encuentro a la salida del Sarape, ya de mañana, borracho y con una rosa de plástico en la mano, diciendo que me había esperado toda la noche porque ya no soportaba el martirio de quererme. Dicen que los artistas no se deben enamorar, pero yo al amor nunca le saqué la vuelta, quién sabe si por eso acabé tan jodida. Gamaliel se vino a vivir conmigo al cuarto que tenía en el hotel Oviedo. Aunque nos veíamos diario cada vez nos gustábamos más. Lo de hacer el amor después del show se nos hizo costumbre, a veces ni cerrábamos la puerta del camerino de tanta prisa. Y cuidado con oír aplausos en otra parte, yo no sé qué nos pasaba, con decirle que hasta viendo televisión, cuando el locutor pedía un fuerte aplauso para Sonia López o Los Rufino, ya nomás con eso sentíamos hormigas en la carne.

El amor iba muy bien pero al profesionalismo se lo llevó la trampa. Gamaliel resultó celoso. No le gustaba que fichara, me quería suya de tiempo completo. Para colmo se ofendía con los clientes que lo albureaban, y es que seguía siendo tan amanerado como antes y algunos borrachos le gritaban de cosas, que ese caldo no tiene chile, que las recojo a las dos, pinches culeros, apuesto que ni se les paraba, ninguno de ellos me hubiera cumplido como Gamaliel. Llegó el día en que no pudo con la rabia y se agarró a golpes con un pelirrojo de barbas que se lo traía de encargo. El pelirrojo era compadre del gobernador y amenazó con clausurar El Sarape. Sabás quiso correr a Gamaliel solo pero yo dije ni madres, hay que ser parejos, o nos quedamos juntos o nos largamos los dos.

Nos largamos los dos. En la Zona de Acapulco ya no quisieron damos trabajo, que por revoltosos. Fuimos a México y al poco rato de andar pidiendo chamba nos contrataron en El Club de los Artistas, que entonces era un sitio de catego. Por sugerencia del gerente modernizamos el show. Ahora nos llamábamos Adán y Eva y salíamos a escena con hojas de parra. El acompañamiento era bien acá. Empezaba con acordes de arpa, o sea, música del amor puro, inocente, pero cuando Gamaliel mordía la manzana que yo le daba se nos metía el demonio a los dos con el requintazo de Santana. Ganábamos buenos centavos porque aparte del sueldo nos pagaban por actuar en orgías de políticos. Se creían muy depravados pero daban risa. Mire, a mí esos tipos que se calientan a costa del sudor ajeno más bien me dan compasión, haga de cuenta que les daba limosna, sobras de mi placer.

En cambio a Gamaliel no le gustaba que anduviéramos en el deprave. Ahora le había entrado el remordimiento, se ponía chípil por cualquier cosa. Es que no tenemos intimidad, me decía, estoy harto de que nos vean esos pendejos, a poco les gustaría que yo los viera con sus esposas. Aprovechando que teníamos nuestros buenos ahorros decidimos retiramos de la farándula. Gamaliel entró a trabajar de manicurista en una peluquería, yo cuidaba el departamento que teníamos en la Doctores y empezamos a hacer la vida normal de una pareja decente, comer en casa, ir al cine, acostarse temprano, domingos en La Marquesa, o sea, una vida triste y desgraciada. Triste y desgraciada porque al fin y al cabo la carne manda y ahora Gamaliel se había quedado impotente, me hacía el amor una vez cada mil años, malhumorado, como a la fuerza ¿y sabe por qué? Porque le faltaba público, extrañaba el aplauso que es el alimento del artista. Será por la famosa intuición femenina pero yo enseguida me di cuenta de lo que nos pasaba, en cambio Gamaliel no quería reconocerlo, él decía que ni loco de volver a subirse a un escenario, que de manicurista estaba muy a gusto, y pues yo a sufrir en la decencia como mujercita abnegada hasta que descubrí que Gamaliel había vuelto a su antigua querencia y andaba de resbaloso con los clientes de la peluquería.

Eso sí que no lo pude soportar. Le dije que o regresábamos al talón o cada quien jalaba por su lado. Se puso a echar espuma por la boca, nunca lo había visto tan furioso, empezó a morderse los puños, a gritarme que yo con qué derecho le quería gobernar la vida si a él las viejas ni le gustaban, pinches viejas. Pues entonces por qué me regalaste la rosa de plástico, le reclamé, por qué te fuiste a vivir conmigo, hijo de la chingada. Con eso lo ablandé. Poco a poco se le fue pasando el coraje, luego se soltó a chillar y acabó pidiéndome perdón de rodillas, como en las películas, jurando que nunca me dejaría, ni aunque termináramos en el último congal del infierno.

Como en la capital ya estábamos muy vistos fuimos a recorrer la zona petrolera, Coatzacoalcos, Reynosa, Poza Rica, ve que por allá la gente se gasta el dinero bien y bonito. Los primeros años ganamos harta lana. El problema fue que Gamaliel empezó a meterle en serio a la bebida. Se le notaba lo borracho en el show, a veces no podía cargarme o se iba tambaleando contra las mesas. El público lógicamente protestaba y yo a la greña con los empresarios que me pedían cambiarlo por otro bailarín. Una vez en Tuxpan armamos el escándalo del siglo. Yo esa noche también traía mis copas y nunca supe bien qué paso, de plano se nos olvidó la gente, creíamos que ya estábamos en el camerino cogiendo muy quitados de la pena cuando en eso se trepan a la pista unos tipos malencarados que me querían violar, yo también quiero, mamita, dame chance, gritaban con la riata de fuera. Tras ellos se dejó venir la policía dando macanazos, madres, a mí me tocó uno, mire la cicatriz aquí en la ceja, se armó una bronca de todos contra todos, no sé a quién le clavaron un picahielos y acabamos Adán y Eva en una cárcel que parecía gallinero, sepárenlos, decía el sargento, a esos dos no me los pongan juntos que son como perros en celo.

Ahí empezó nuestra decadencia. Los dueños de centros nocturnos son una maña, todos se conocen y cuando hay un desmadre como ese luego se pasan la información. Ya en ningún lado nos querían contratar, nomás en esos jacalones de las ciudades perdidas que trabajan sin permiso. Además de peligroso era humillante actuar ahí, sobre todo después de haber triunfado en sitios de categoría. En piso de tierra nuestro show se acorrientaba y encima yo acababa llena de raspones. Intentamos otra vez el retiro pero no se pudo, el arte se lleva en la sangre y a esas alturas ya estábamos empantanados en el vicio de que nos aplaudieran. Cuando pedíamos trabajo se notaba que le teníamos demasiado amor a las candilejas, íbamos de a tiro como limosneros, dispuestos a aceptar sueldos de hambre, dos o tres mil pesos por noche, y eso de perder la dignidad es lo peor que le puede pasar a un artista. Luego agréguele que la mala vida nos había desfigurado los cuerpos. Andábamos por los cuarenta, Gamaliel había echado panza, yo no podía con la celulitis, un desastre, pues. De buena fe nos decían que por qué no cantábamos en vez de seguir culeando. Tenían razón, pero ni modo de confesarles que sin público nada de nada.

Para no hacer el cuento largo acabamos trabajando gratis. De exhibicionistas nadie nos bajaba. Por lástima, en algunas piqueras de mala muerte nos dejaban salir un rato al principio de la variedad, y eso cuando había poca gente. Nos ganábamos la vida vendiendo telas, joyas de fantasía, relojes que llevábamos de pueblo en pueblo. Así anduvimos no sé cuánto tiempo hasta que un día dijimos bueno, para qué trajinamos tanto si en Acapulco tenemos amigos, vámonos a vivir allá, y aquí nos tiene desde hace tres años, a Dios gracias con buena salud, trabajando para Berenice que ahora es la dueña del Sarape, mírela en la caja cómo cuenta sus millones la pinche vieja. Gamaliel es el señor que le recoge los tacones a las vedettes, ¿ya lo vio?, el canoso de la cortina. Guapo ¿verdad? Tiene cincuenta y cuatro pero parece de cuarenta, o será que yo lo veo con ojos de amor. ¿A poco no es bonito querer así? No hace falta que me dé la razón, a leguas se ve que usted sí comprende, por eso le quería contar mi vida, para ver si es tan amable de hacerme un favorcito. Ahí en el pasillo, detrás de las cajas de refresco, tenemos nuestro cuarto Gamaliel y yo. Tenga, es todo lo que traigo, acéptemelo por caridad, ya sé que no es mucho pero tampoco le voy a pedir un sacrificio. Nomás que nos mire, y si se puede, aplauda.


El huésped, de Amparo Dávila

 

Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al regreso de un viaje.

Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer.

No pude reprimir un grito de horror cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas y de las personas.

Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada supliqué a mi marido que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía resistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. «Es completamente inofensivo —⁠dijo mi marido mirándome con marcada indiferencia⁠—. Te acostumbrarás a su compañía y, si no lo consigues…». No hubo manera de convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nuestra casa.

No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa —⁠mis niños, la mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito⁠— sentíamos pavor de él. Solo mi marido gozaba teniéndolo allí.

Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era esta una pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin embargo él pareció sentirse contento con la habitación. Como era bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a qué hora se acostaba.

Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba con aparente normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los niños que ya estaban despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras Guadalupe arreglaba la casa y salía a comprar el mandado.

La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos a su alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las bugambilias.

En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes, begonias y heliotropos. Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían buscando gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas, callados y muy atentos, tratando de coger las gotas de agua que se escapaban de la vieja manguera.

Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando, hacia el cuarto de la esquina. Aunque pasaba todo el día durmiendo no podía confiarme. Hubo veces que, cuando estaba preparando la comida, veía de pronto su sombra proyectándose sobre la estufa de leña. Lo sentía detrás de mí… yo arrojaba al suelo lo que tenía en las manos y salía de la cocina corriendo y gritando como una loca. Él volvía nuevamente a su cuarto, como si nada hubiera pasado.

Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nunca se acercaba a ella ni la perseguía. No así a los niños y a mí. A ellos los odiaba y a mí me acechaba siempre.

Cuando salía de su cuarto comenzaba la más terrible pesadilla que alguien pueda vivir. Se situaba siempre en un pequeño cenador, enfrente de la puerta de mi cuarto. Yo no salía más. Algunas veces, pensando que aún dormía, yo iba hacia la cocina por la merienda de los niños, de pronto lo descubría en algún oscuro rincón del corredor, bajo las enredaderas. «¡Allí está ya, Guadalupe!», gritaba desesperada.

Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba realidad aquel ser tenebroso. Siempre decíamos: «Allí está, ya salió, está durmiendo, él, él, él…».

Solamente hacía dos comidas, una cuando se levantaba al anochecer y otra, tal vez, en la madrugada antes de acostarse. Guadalupe era la encargada de llevarle la bandeja, puedo asegurar que la arrojaba dentro del cuarto pues la pobre mujer sufría el mismo terror que yo. Toda su alimentación se reducía a carne, no probaba nada más.

Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba la cena al cuarto. Yo no podía dejarlos solos, sabiendo que se había levantado o estaba por hacerlo. Una vez terminadas sus tareas, Guadalupe se iba con su pequeño a dormir y yo me quedaba sola, contemplando el sueño de mis hijos. Como la puerta de mi cuarto quedaba siempre abierta, no me atrevía a acostarme, temiendo que en cualquier momento pudiera entrar y atacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido llegaba siempre tarde y al no encontrarla abierta, habría pensado… Y llegaba bien tarde. Que tenía mucho trabajo, dijo alguna vez. Pienso que otras cosas también lo entretenían…

Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de la mañana, oyéndolo afuera… Cuando desperté, lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada fija, penetrante… Salté de la cama y le arrojé la lámpara de gasolina que dejaba encendida toda la noche. No había luz eléctrica en aquel pueblo y no hubiera soportado quedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier momento… Él se libró del golpe y salió de la pieza. La lámpara se estrelló en el piso de ladrillo y la gasolina se inflamó rápidamente. De no haber sido por Guadalupe que acudió a mis gritos, habría ardido toda la casa.

Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni le importaba lo que sucediera en la casa. Solo hablábamos lo indispensable. Entre nosotros, desde hacía tiempo el afecto y las palabras se habían agotado.

Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo… Guadalupe había salido a la compra y dejó al pequeño Martín dormido en un cajón donde lo acostaba durante el día. Fui a verlo varias veces, dormía tranquilo. Era cerca del mediodía. Estaba peinando a mis niños cuando oí el llanto del pequeño mezclado con extraños gritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré golpeando cruelmente al niño. Aún no sabría explicar cómo le quité al pequeño y cómo me lancé contra él con una tranca que encontré a la mano, y lo ataqué con toda la furia contenida por tanto tiempo. No sé si llegué a causarle mucho daño, pues caí sin sentido. Cuando Guadalupe volvió del mandado, me encontró desmayada y a su pequeño lleno de golpes y de araños que sangraban. El dolor y el coraje que sintió fueron terribles. Afortunadamente el niño no murió y se recuperó pronto.

Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era una mujer noble y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí. Pero ese día nació en ella un odio que clamaba venganza.

Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le exigí que se lo llevara, alegando que podía matar a nuestros niños como trató de hacerlo con el pequeño Martín. «Cada día estás más histérica, es realmente doloroso y deprimente contemplarte así… te he explicado mil veces que es un ser inofensivo».

Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi marido, de él… Pero no tenía dinero y los medios de comunicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a quienes recurrir, me sentía tan sola como un huérfano.

Mis niños estaban atemorizados, ya no querían jugar en el jardín y no se separaban de mi lado. Cuando Guadalupe salía al mercado, me encerraba con ellos en mi cuarto.

—Esta situación no puede continuar —⁠le dije un día a Guadalupe.

—Tendremos que hacer algo y pronto —⁠me contestó.

—¿Pero qué podemos hacer las dos solas?

—Solas, es verdad, pero con un odio…

Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y alegría.

La oportunidad llegó cuando menos la esperábamos. Mi marido partió para la ciudad a arreglar unos negocios. Tardaría en regresar, según me dijo, unos veinte días.

No sé si él se enteró de que mi marido se había marchado, pero ese día despertó antes de lo acostumbrado y se situó frente a mi cuarto. Guadalupe y su niño durmieron en mi cuarto y por primera vez pude cerrar la puerta.

Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche haciendo planes. Los niños dormían tranquilamente. De cuando en cuando oíamos que llegaba hasta la puerta del cuarto y la golpeaba con furia…

Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niños y, para estar tranquilas y que no nos estorbaran en nuestros planes, los encerramos en mi cuarto. Guadalupe y yo teníamos muchas cosas por hacer y tanta prisa en realizarlas que no podíamos perder tiempo ni en comer.

Guadalupe cortó varias tablas, grandes y resistentes, mientras yo buscaba martillo y clavos. Cuando todo estuvo listo, llegamos sin hacer ruido hasta el cuarto de la esquina. Las hojas de la puerta estaban entornadas. Conteniendo la respiración, bajamos los pasadores, después cerramos la puerta con llave y comenzamos a clavar las tablas hasta clausurarla totalmente. Mientras trabajábamos, gruesas gotas de sudor nos corrían por la frente. No hizo entonces ruido, parecía que estaba durmiendo profundamente. Cuando todo estuvo terminado, Guadalupe y yo nos abrazamos llorando.

Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió muchos días sin aire, sin luz, sin alimento… Al principio golpeaba la puerta, tirándose contra ella, gritaba desesperado, arañaba… Ni Guadalupe ni yo podíamos comer ni dormir, ¡eran terribles los gritos…! A veces pensábamos que mi marido regresaría antes de que hubiera muerto. ¡Si lo encontrara así…! Su resistencia fue mucha, creo que vivió cerca de dos semanas…

Un día ya no se oyó ningún ruido. Ni un lamento… Sin embargo, esperamos dos días más, antes de abrir el cuarto.

Cuando mi marido regresó, lo recibimos con la noticia de su muerte repentina y desconcertante.


Nadie los vio salir, de Eduardo Antonio Parra

 

Para Claudia Guillén,

por supuesto


Desnudos cuerpos bellos que llevan

Tras de sí los deseos

Con su exquisita forma…

Luis Cernuda



   Llegaron a eso de las tres, cuando los músicos todavía no se cansan y avientan cumbias y corridos como si estuvieran empezando. A esas alturas de la madrugada ni nosotras ni los clientes estamos tan borrachos, y casi nadie perdona una pieza sin ponerse a zapatear. Los de la maquila apenas acaban la segunda jornada y entran bien ganosos, con la garganta nuevecita y los billetes de la raya listos en la bolsa para reventarse un buen rato de cerveza y compañía. Yo bajé al filo de las once. El mal de la Lorenza había hecho crisis dos días antes, y no sentía ni tantitas ganas de trabajar por culpa de la mortificación. No hubiera bajado, si no es porque la misma enferma me lo pidió con esa vocecilla de moribunda que tuvo desde que cayó en cama. «Vé, manita, por mí no te detengas», me dijo. «Vé, necesitas los centavos». Y era cierto, así que no estaba aquí por gusto, sino a causa de las apuraciones.


Sí, debió ser más o menos a las tres. Ni llamaron la atención. Yo ya los vi sentados en una mesa junto a la pared. Se me hizo raro, porque los gringos agarran siempre las mesas centrales, allá, pegadas a la pista. Para ellos esto resulta un espectáculo, como asistir al circo a mirar elefantes y payasos. Si no hay mesas ahí, rápido les desocupan una: los meseros quitan a la gente con el alegato de que necesitan el lugar para unos turistas, que porque ellos sí consumen y no nada más calientan la silla haciéndose güeyes con una cuba toda la noche. Ni quien dijera que se van a meter a congales como éste, ¿verdad? Eso sí, cuando traen pareja nomás se acaban un par de tragos y se largan. Y es que las gabachas son muy llamativas y luego luego se incomodan con tanta mirada braguetera. Si vienen gringas, nosotras ni existimos para los hombres. ¡Cómo nos vamos a comparar! Aquí trabajan hembras jovencitas, con buen cuerpo y bonitas facciones, y hasta con las greñas decoloradas, pero a los mexicanos siempre los atraen más las rubias naturales. Y si las escuinclas no pueden competir, cuantimenos las veteranas que ya dejamos atrás los mejores años. Además, como se sabe que los gabachos cargan sangre de la que no hierve, nunca falta un bravucón que se anime y vaya a sacar a sus mujeres. Claro, estos cabrones son bien mandados y antes de terminar la primera pieza, las gringas se regresan a su silla ofendidas o asustadas, ya porque las fajan, ya porque les agarraron una nalga. ¿Y los maridos? Como si no vieran… Por eso tienen fama de agachones. Allá ellos. No les importa.


Los negros son otra cosa: ellos sí imponen. Tanto, que nadie jala a bailar a una negra si no trae sus farolazos encima, a menos que sea ella la ofrecida. Y aun así la mayoría le escurre al bulto. Dan miedo: además de prietos, grandotes como caballos y con esa cara de mírame y no me chingues, aunque se rían o anden hasta el copete. Pero ellos casi no vienen por acá. Prefieren irse a bailar a cualquier cabaret del centro antes de ensuciarse los zapatos por estos barrios.


Esa noche no había gringos ni negros. Puro nacional, pura raza. Por eso se me hace raro que nadie los haya visto entrar. Nos dimos cuenta de su presencia cuando pidieron el primer cubetazo. Seguro andaban acalorados: como aquí no hay clima, lo único es echarse unas frías. Esos ventiladores del techo nomás sirven para revolver olores; diario los mismos: sudor, cerveza, meados, perfumes, cigarro y hasta vómito ya cuando la madrugada termina de revolverles el estómago a los briagos. Una se acostumbra, y más si asiste noche a noche. Malo cuando es la primera vez, ahí sí el tufo te da un buen chingadazo en la nariz y se necesitan varios alcoholes para hacerlo a un lado.


Yo acompañaba a mi cliente como a dos mesas de distancia y fui quien hizo la seña a la barra para que los atendieran. Me gustó el pelao, no voy a negarlo: alto, colorado, vestido de blanco y con un aire de señorito que no se ve seguido por estos rumbos. Volteaba a todas partes curioso y con un pañuelo se limpiaba el sudor que le escurría por la cara, desde la frente hasta la barbita esa que le dicen de candado. A ella no la vi al principio. Sólo de espaldas. Aunque también se le reconocía lo fino, sobre todo en el vestido: de esos suavecitos, casi transparente como ala de mosca. Y en el color de su pelo, entre rojo y castaño, bien arreglado, de salón, pues.


Los meseros andaban en lo suyo, y Agapito ni me peló. El que me vio fue Marcial, y tampoco me hubiera hecho caso si no le señalo a la pareja. Habrá pensado que quería el servicio para mi cliente, y como se trata de un viejito que viene dos veces por semana, se toma dos cervezas, me invita una, y luego se va sin bailar y sin coger, pues ni valía la pena molestarse. Pero nomás se dio cuenta de qué se trataba y le gritó fuerte al Agapito. Marcial es el dueño, y también la hace de cantinero. Siempre les da preferencia a los gringos, confiado en que le van a consumir un chorro de dólares entre alcohol, recámaras y mujeres. Hasta parece que no los conoce…


Agapito les llevó el cubetazo de ampolletas, y regresó muy sonriente a la barra, como si le hubieran dado propina. Empecé a ponerles atención: aquí nadie da nada, ni siquiera después de pasarse la noche manoseándola a una de gratis. Entonces se me ocurrió que a lo mejor ni gabachos eran y me entró el gusanito de que algo se traían. ¿Por qué escoger un lugar en donde casi no llega la luz, cerca del olor a gato muerto de los baños y junto a una de las bocinas? Los excusados se tiran y el agua puerca se riega por entre las mesas apestándolo todo, dejando el piso resbaloso. Eso sin contar el ruidazo de la música que no deja platicar. Quién sabe qué se traerán éstos, le dije a mi cliente. Y me puse a vigilarlos.


Aquella noche acompañaba a don Chepe, un viejo jubilado de una de las fábricas del gabacho. Quedó medio sordo porque se pasaba el día a martillazo y martillazo, por eso no le importa acomodarse cerca de la bocina. Casi no habla. Cuando viene me busca, aunque nada más sea para invitarme una cerveza. Me agarró ley: yo fui su novia; bueno, su chica favorita, hace años. Me conoció maciza, y él todavía joven. Llegaba y enseguida preguntaba por mí, y apenas me veía era jalarme a la pista y a darle al danzón. Bailábamos las horas, haciendo pausas nomás para echarnos unos tragos. Entonces tomábamos del fuerte, y yo le decía Chepe, a secas, o José, o de otras maneras más cariñosas. El «don» se lo fui acomodando cuando me obligaron sus achaques y su seriedad de hombre grande. Después de bailar nos íbamos al cuarto y hacíamos el amor hasta volvernos locos de tanta cama. Me pagaba bien y siempre se quedaba a dormir conmigo para exigir su mañanero al despertar, antes de regresar a su fábrica y a su martillo. Qué tiempos. Ni hablar: con los años a él se le fue muriendo poco a poco la hombría, y yo, pues dejé el atractivo por ahí. Además cada ciertos meses llegan muchachas más jóvenes, y las viejas sobrevivimos con fichas pepenadas por aquí y por allá; o haciéndole de nanas a las escuinclas o, de plano, cuando no hay de otra, de sirvientas de Marcial. A falta de mi comadre Lorenza, me dio gusto que don Chepe estuviera esa noche conmigo, aunque no oyera lo que le decía.


Se acabaron la primera cubeta igual que si fuera agua. Es difícil soportar el calor aquí, entre la gente, con las parejas bailando, sin una triste ventana. De las ocho ampolletas, la muchacha se bebió cinco. Qué juego de garganta: se las empinaba y las vaciaba de un solo trago. Él tomaba un poco más despacio. No creí que formaran pareja de novios o de casados; más bien parecían camaradas, amigos de juerga. Pero al mirarlos con cuidado era fácil notar la complicidad entre los dos: como si hicieran una travesura, igual a los chamacos que se van de pinta en vez de ir a clase. Se entendían a la perfección con miradas y gestos, no necesitaban hablar. La muchacha tenía maneras de dama. No podía verle la cara y, sin embargo, a pesar de la poca luz alcancé a ver sus manos: cuidadas, con uñas largas, aunque sin pintar; con movimientos de ésos que ni las gringas… Los dos seguían con el cuerpo el ritmo de la música. Se mostraban alegres, pero no a causa del alcohol, ni del lugar, ni de la gente. Por el semblante del joven me di cuenta de que su alegría era privada y ya la traían desde antes de entrar aquí. No tenían ojos más que para ellos. Como si estuvieran dentro de una vitrina, de una burbuja de cristal, alejados de todo.


Siguieron metidos uno en el otro hasta que el joven levantó la mano para pedir un cubetazo más. Entonces la muchacha volteó hacia la barra y vi su cara: bonita, no como la había imaginado, pero había en esos rasgos algo que atraía harto: la expresión cachonda quizá, de hembra ganosa, dispuesta a disfrutar a su hombre. De pronto él la veía muy raro, parecía que se le iba a echar encima. Luego la mirada le cambiaba: se le llenaban los ojos de ternura. Estos no duran aquí, me dije, nomás se acaban las cervezas y se largan a coger como Dios manda.


En ese momento perdí el interés y dejé de vigilarlos, no sólo porque creí adivinar lo que sucedería, sino porque en ese rato llegó un grupo de gringos. Venían más que borrachos, algunos hasta cayéndose; dos de ellos traían su sombrerote de zapatista recién comprado en las curios del centro, aunque no les hacían ni tantito juego a las bermudas floreadas que usan. Cómo no se dan cuenta de que parecen payasos: con esas canillitas lechosas y patones, sin calcetines y casi sin pelos, tan ridículos los pobres. Las muchachas bonitas, sí, pero flacas flacas, y tan largas que daban la impresión de estar a punto de trozarse por la mitad. Marcial les mandó desocupar tres mesas cerca de la barra; las juntaron y les sirvieron una botella de tequila y a cada uno su caballito lleno hasta el tope.


Es divertido ver a los gringos bailando esta música, sobre todo si se ponen a zapatear corridos como ése que cuenta cómo Pancho Villa les cortó las orejas cuando vinieron a perseguirlo. Ellos ni entienden, pero en cuanto oyen mentar a Villa se deshacen en gritos de coyote enamorado de la luna. Y ahí estaban los güeros, en la pista, bien apretaditos a su vieja, dando vueltas hasta marearse y caer en su silla con tremendo costalazo. Le echan mucha fibra al baile, pero se cansan pronto. Se me figura que así han de ser para la cama. Con los mexicanos es al revés: hay que apapacharlos, mantenerles el ritmo, tratarlos como si una fuera su mamá para que no pierdan el interés. Bueno, es mi opinión. Pero la Lorenza y yo, con hartos años de experiencia, siempre estuvimos de acuerdo, así que puedo hablar con autoridad del asunto. Antes nos encamábamos a dos o tres tipos por noche, cuando no venía don Chepe, porque él me exigía exclusividad. No importaba quién fuera el cliente: éramos bien jariosas y nos gustaba tanto el hombre… Pero los años no nomás se llevan lo bonito de una; también las ganas, y nos dejan la pura nostalgia. Por eso cuando vi la calentura bien prendida al gesto de la güerita simpaticé con ella, y hasta me dio un poco de envidia. A estas alturas yo me engatuso a un hombre apenas si está viejo y anda borracho, pero luego me sale el tiro por la culata: me llevo mi buena soba intentando levantarle el muerto. Y de pensar que la muchacha en cualquier rato se iba a ejecutar al jovenazo ese…


El grupo de gringos se fue apaciguando hasta quedar casi en silencio, viendo sus cervezas y comentando sus cosas por debajo de la música. Qué raro es el juego de miradas en el putero cuando se calma el alboroto: los gringos ven su trago, las gringas los ven a ellos, la bola de briagos alrededor encueran a las gringas con los ojos, y Marcial y los meseros no dejan de vigilar a los más calenturientos para que no vayan a importunarlos. Y como don Chepe no habla, ni me toca, ni se acaba su cerveza, ni se va, pues no me queda de otra que mirar y seguir mirando. Así, entre tantas miradas para allá y para acá, me volví a topar con los güeros del rincón.


Debían ir en su tercer cubetazo, por la cantidad de botellas sobre la mesa. Agapito se deshacía atendiendo a los gabachos y ni quien se las recogiera. Aunque a ellos no les molestaba: seguían enganchados por los ojos sin hablar y de vez en vez daban un trago a sus ampolletas. Por momentos el joven le acariciaba un brazo a ella, y a leguas se veía que se le erizaban los pelitos, que se estremecía, pues. Esa caricia puede parecer muy inocente, pero con las caras que tenían a mí me empezaba a cosquillear el estómago.


De puro aburrida, y también para calarlos, le hice al joven la seña de que si me invitaba una cerveza. Con un gesto de disculpa me enseñó la cubeta vacía. Ella se dio cuenta, porque igual volteó, y luego se inclinó para murmurarle algo. Yo creí que le decía que me mandara a la chingada, pero enseguida el joven pidió con la mano dos cubetas. ¿Dos?, preguntó desde lejos el Agapito con cara de sorpresa. La güerita le confirmó la orden con los dedos. Y ahí va el otro, muy extrañado, hacia la barra; nomás le faltó rascarse la cabeza. A Marcial también se le hizo raro, pero rápido echó al balde el hielo y las cheves, no se le fueran a arrepentir.


Cuando se las llevaron, la güerita se puso de pie, se acomodó el vestido, tomó una de las cubetas y caminó hacia mí. Don Chepe, que hasta se estaba quedando dormido, peló tamaños ojos al verla. Y es que de frente lucía mejor: el cabello se le esponjaba detrás de la nuca como si fuera partiendo el aire; los ojos grandes, la nariz finita y un poco respingada; sin colorete, por lo que daba un aspecto inocente, natural. Mientras venía hacia mí atrapó la atención de los borrachos que hasta entonces seguían embobados con las gringas, y ya no dejaron de embarrarle las babas de su mirada. ¡Si hubiera estado aquí la Lorenza! Porque mi comadre, de cuando en cuando, les daba su llegue a las jovencitas. Eso sí, debían ser agraciadas, blancas, con caritas angelicales, como la muchacha esa. Nos dejó la cubeta y me brindó una sonrisa maliciosa y un guiño de ojos. Además, olía muy rico, a perfume suavecito, y el aroma se desparramaba por el aire a su alrededor. Con razón ni se les arrugaba la nariz con la peste de los baños. Sin decir palabra, dio media vuelta y caminó de regreso a su mesa. El vestido le llegaba a la altura de las corvas, amplio, vaporoso; parecía flotar como si no tuviera a nadie adentro.


Las demás mujeres vieron el regalo y luego luego quisieron acoplarse. Primero la Marcela, quien no por nada es la más arrastrada: se les arrimó con ojos de perra sin dueño y le bisbiseó una frase al oído a la muchacha. Ella agarró una ampolleta y se la dio. Luego se acercaron otras dos escuinclas y les bajaron una cerveza cada una. La última fue Hermenegilda. Al rato Marcial tuvo que mandarles al Agapito con otro servicio, según él para reponer el daño de sus pupilas, aunque seguro también lo apuntó en la cuenta. ¡Cuándo ha dado algo gratis ese cabrón! Y Agapito mantuvo a raya a las colgadas bajo la amenaza de echarlas a la calle. Entonces intentaron pedirme las cervezas a mí, pero conmigo las escuinclas se chingan: no les doy ni agua. Ya parece… Con las viejas, al contrario, soy bastante solidaria. Por eso a las de mi rodada sí les repartí. Lo malo es que al final don Chepe sólo alcanzó una cerveza y yo dos. Viéndolo bien, no importa: si las maduritas no somos generosas con nosotras mismas, quién va a serlo, pues. Hasta se me ocurrió subirle una a mi comadre, pero luego pensé que con el alcohol se pondría peor. Al menos la que se tomó don Chepe me hizo sentir bien: pude devolverle algo de lo que él me ha dado en cuarenta años. No se me olvida que, aunque sea con un triste trago, muchas noches es el único que me rescata del aburrimiento. No sé si haya sido por eso, pero a mí me supieron a gloria.


La madrugada ya se venía acercando a ese punto en que todo se quiebra: la resistencia, el humor, el ambiente. Una lo sabe porque es cuando los músicos cambian el ritmo: hacen a un lado tropicales y rancheras y empiezan a tocar las calmaditas. Como si dijeran «Órale, es tarde, váyanse a coger o a dormir, pero ya lléguenle a la cama». Y la pareja, fresca, igual que si acabara de entrar. Ella bailando con el cuerpo, sin levantarse de la silla: y a él no se le borraban del rostro ni la sonrisa divertida ni la mirada tierna. Lo único que le había hecho el alcohol era ponerlo más colorado. O al menos eso creía yo en esos momentos, porque de pronto se paró meciéndose en el aire. Se va a caer de borracho, pensé. Pero extendió los brazos con las palmas hacia abajo, y recuperó el equilibrio para dirigirse muy derechito al baño. Al verlo ir a orinar sentí una cosa semejante al alivio. Qué curioso, como si fuera yo la de las ganas. Era guapo, ya lo dije, y con esa ropa blanca se me figuraba una aparición, alguien fuera de este mundo. Bonito, como niño Dios. Para eso las viejas tenemos el ojo experto, y nomás de ver cómo lo olían y se lo bebían mis comadres a su paso puedo asegurar que nunca antes vino un hombre así a este agujero… acompañado, lástima. El olfato de las viejas no se le despegó en ningún instante mientras caminaba. Con el tiempo las mujeres perdemos audacia, si no, seguro alguna de nosotras lo hubiera acompañado para preguntarle qué se le ofrecía.


Varios tipos también lo vigilaban; en cuanto desapareció detrás de la puerta, se arrimaron a la muchacha. Los que no tuvieron coraje para invitarla a bailar, le clavaban la vista como si quisieran metérsele en las entrañas. De veras, nunca vi así de jariosos a esos cabrones, ni cuando el congal se llena de gringas, ni cuando a alguna de las escuinclas, ya muy borracha, le da por encuerarse en medio de la pista. La güerita ni se inmutó. Al contrario, repartía sonrisas a diestra y siniestra, y a los que se le acercaban mucho nada más les decía no con la cabeza sin dejar de sonreír. Ninguno insistió, ninguno se propasó, ninguno la tocó siquiera. Algo había en ella que los obligaba a la distancia.


Cuando regresó el joven, los galanes se hicieron pendejos. Se entretenían mirando el trago o sacaban a bailar a su fichera. Entonces, igual que si se hubieran puesto de acuerdo, apenas se sentó él y ella se levantó. Y otra vez a lamerla con la mirada. Hasta los gringos, que ya se habían apagado bastante, recuperaron los ánimos. Uno de ellos se sintió Pedro Infante: lanzó un grito largo y se empinó la botella de tequila de pura emoción antes de gritarle con un español de tarado «Adious, ma-ma-ci-taaaa». No era para menos: como el baño de mujeres está allá, cerca de la entrada, ningún tipo tuvo problema para contemplarla a sus anchas. Había tomado muchísimo, pero lucía igual de sobria que al principio. Se movía como un gato, elegante, sin menearse. El vestido se le untaba a su cuerpo y, al pasar junto a uno de los focos que iluminan la pista, una serie de murmullos y besos tronados en el aire anunció a todos los presentes que no usaba nada bajo la tela.


Apenas entró al baño, los músicos terminaron una pieza y el lugar quedó en silencio. Nadie hablaba, pero en las caras de los hombres se advertía la inquietud de la calentura. Cada uno de ellos estaba atento a la puerta, esperando verla reaparecer. Me dio un poco de miedo. En el fondo de todos los ojos había un brillo de locura. Hasta don Chepe parecía haber recuperado la lujuria de la juventud y miraba en dirección del baño sin pestañear. Las mujeres, jóvenes y viejas, un poquito más discretas, veían al joven con codicia mientras él, con cierta inocencia, aguardaba el regreso de su compañera dando pequeños tragos a su cerveza.


La muchacha imponía. Ninguno se atrevió a otra cosa que a mirarla cuando volvió al mismo tiempo que los músicos iniciaban la siguiente canción. Al atravesar la pista, aún vacía por la pausa entre pieza y pieza, se detuvo para aventarse el palomazo de unos pasos de baile. Se me hace imposible explicarlo: parecía que su cuerpo no pesara y resbalaba muy rápido por el suelo sin perder el equilibrio. No sé, como si no tuviera huesos dentro y la piel y el vestido fueran la envoltura de un paquete a punto de abrir. Creí que iba a echarse a volar cuando menos lo esperáramos y sentí una especie de ahogo por la emoción. Debe ser una bailarina de a de veras, de las que anuncian en el teatro y salen en la tele, le dije a don Chepe. Él, embobado, no me hizo caso.


Aunque bailó nada más unos segundos, sus movimientos agitaron el ambiente: los hombres se removían nerviosos, igual que si les corrieran hormigas entre las piernas, respiraban como si no pudieran, apretaban fuerte su vaso o su botella. Cuando la joven sacudió las manos en señal de invitación a la pista, los que tenían pareja se pararon muy contentos a desentumirse y, los que no, fueron a buscar una. Incluso don Chepe marcaba los compases con los pies. Qué raro, pensé en voz alta, por lo regular a esas horas el antro empieza a vaciarse…


Ésa fue la última ocasión en que me acordé de mi comadre durante aquella noche. A Lorenza siempre le encantó bailar y, hasta antes de caer enferma, por lo menos una vez se lanzaba a la pista. No le importaba ir sola, si no tenía clientes que atender. Y más lo disfrutaba si había bebido. «Ya sabes, comadrita», me advertía, «yo soy capaz de morirme bailando». Hace muchos años, una noche de parranda, mientras girábamos como trompos chilladores en medio de la pista, me dijo bien borracha: «¿Sabes qué me gustaría? Que cuando me muera en vez de velorio me organicen una pachanga. Me voy a ir más contenta si quienes me quieren están dándole gusto al cuerpo». Tan loca la Lorenza. Lástima que su enfermedad no la dejó ver aquello.


De puro placer, nomás por cómo le alegraban el ambiente, Marcial les mandó otra cubeta llena de cervezas. No se daba abasto para surtir lo que le pedían los clientes. El baile provoca harta sed, y el zonzo de Agapito iba y venía con la lengua de fuera llevando tragos aquí y allá. Con tanto darle a la zapatiza, los demás dejaron a la pareja de güeros tranquila por un rato. Yo misma, al sentir a don Chepe tan animoso como no había estado en mucho tiempo, los olvidé por unos minutos. Al buscarlos otra vez con los ojos, vi que la muchacha se había encaramado a una de las piernas del joven y ambos se mecían, restregándose lentamente al ritmo de la música.


Así, uno junto al otro, con la luz que apenas los alumbraba, me fijé en que eran muy semejantes. Como hermanos. No lo había notado y me dio curiosidad. Forcé la vista para fisgonearlos bien, y un estremecimiento me puso el pellejo de gallina. No nada más parecían hermanos, sino gemelos: quitándole a él barba y bigote, cortándole a ella el cabello, y sin tomar en cuenta la diferencia en los tamaños, se podría jurar que habían nacido de la misma madre y el mismo padre. Pero mi reacción no fue por sentirme escandalizada, líbreme Dios de eso, yo no juzgo a la gente y además estoy tan vieja y he visto tantas cosas en este mundo que ya no me asusto de nada. La piel se me enchinó a causa de tanta belleza. Lucían tan hermosos, tan felices, que me conmoví hasta el esqueleto y busqué con mi mano la de don Chepe. Él me la apretó con la fuerza de cuando acabábamos de conocernos y la mantuvo así mientras los músicos tocaban una canción que fue mi favorita en la juventud.


Lenta, la melodía es de ésas que se bailan embarrando el cuerpo al del compañero, como queriendo hacerse uno solo. Los bailarines en la pista comenzaron a besarse, a acariciarse, a buscar la calentura del otro aunque estuviera la ropa de por medio. Y la pareja hacía lo mismo en la silla. Las manos de él repasaban las carnes de la güerita igual que si hubiera sido la primera vez. Con curiosidad, con mucha atención. Ella sudaba a chorros, y el sudor le empapaba el vestido hasta volverlo transparente y dejaba ver las formas de su cuerpo. Ya no sonreían. Su expresión ahora mostraba sorpresa. Se manoseaban uno al otro como si se estuvieran reconociendo, como si durante mucho tiempo no hubieran podido estar juntos. Y ahora sí la sangre enloqueció dentro de mí. Me entraron cosquillas hasta en las canas. Me tiritaban los huesos y los dientes. Tuve ganas de hacer algo, no sabía con claridad qué. Después de años y años volvía a sentirme urgida, viva.


Quienes ocupaban las mesas de alrededor, los que seguían en la pista, hasta Marcial, vamos, todos tenían los ojos clavados en la pareja. No supe si alguien movió las luces hacia acá, pero de repente el rincón de los amantes dejó de estar medio oscuro, y ellos mismos parecían alumbrados; brillaban, pues. Nadie se atrevió a acercárseles y, sin embargo, estoy segura de que nadie perdía detalle. Aunque la música continuaba sonando, pude escuchar clarito cómo las respiraciones se aceleraron cuando el joven, con un gesto más de fisgón que de lujurioso, le alzó el vestido a la muchacha. Batalló un poco, hasta que ella se puso de pie delante de él para dejarlo sacar al aire unas nalgas esponjadas y una entrepierna lampiña, como la de una recién nacida. Después ella le abrió la camisa para besarle el pecho y todos pudimos ver que, aunque fuerte, como no tenía pelos daba una impresión de debilidad que invitaba a protegerlo.


Hombres y mujeres dieron un suspiro que hizo temblar el lugar cuando ella se puso de rodillas y comenzó a desabrocharle el pantalón. Yo creo que a esas horas hasta los músicos, los meseros y Marcial habían parado sus trajines para también arrimarse a donde pudieran ver. La verdad, no me fijé, ni sé si se oía música. Él le bajó el vestido por los hombros hasta la cintura. Su pecho era casi plano, pero los pezones sobresalían mucho, largos y picudos, como para que su compañero pudiera pellizcarlos fácilmente. Y así lo hizo mientras le acariciaba ese cabello que parecía hecho de plumas, el cuello, los hombros. El corazón me latía rapidísimo, igual que el de cualquier mirona morbosa; tanto, que al verla hundir la cara entre las piernas del joven pensé que iba a desmayarme. Lo que me mantuvo despierta fueron su boca, sus gestos, sus ojos: una forma de mover los labios, de abrirlos y cerrarlos, que la hacía verse aún más hermosa; sus gestos, los de quien está segura de dar todo el placer a su macho, como si fuera la única oportunidad; y en sus ojos, que no dejaban de pestañear, se notaba un gusto infinito. Yo sé de eso. Hablo con experiencia.


Dejé de mirar cuando sentí la mano de don Chepe quemándome los muslos por debajo de la falda. Lo encaré y, sin darme tiempo de nada, me besó igual que lo hacía en nuestros mejores años antes de subir a la recámara. Se apretó a mí con ganas y su cuerpo estaba caliente y lleno de temblores. Una de sus manos se metió en mi escote buscando mis pechos, y de pronto me atacaron sensaciones olvidadas. Gemí cuando, con la otra mano, llevó la mía hacia su bragueta y mis dedos agarraron su fierro duro, vuelto a nacer. Todavía mientras nos poníamos de pie, alcancé a ver cómo la cara de la muchacha se retiraba de entre las piernas de su compañero. Un brillo de calentura le brotaba del fondo de las pupilas y pensé que de seguro yo tenía el mismo brillo en las mías. Don Chepe me jaló por la cintura con firmeza, pero antes de iniciar la fuga los dos vimos que ella se recogía el vestido, levantaba una pierna para montarse en él y se dejaba caer al tiempo que de su boca salía un quejido largo, agudo, como el chillido de un pájaro, que se mantuvo retumbando en el ambiente por mucho rato.


Casi corrimos hacia la recámara, y en las escaleras me di cuenta de que a todos les había invadido la misma prisa. En el salón, las parejas se besaban y acariciaban como animales en brama, los gringos ya habían encuerado a sus mujeres, las mesas se iban quedando vacías. Ganamos apenas mi cuarto, pues otros ya buscaban dónde meterse. Y ahí, al fin a solas, nos volvimos a disfrutar despacito, con la calma que dan tantas noches juntos, agradeciéndole al cielo el regalo de poder hacer lo que ya creíamos imposible. A esas horas de la madrugada, cuando ya mero amanecía, mi antiguo amante volvió a comportarse como un jovencito: me llenó de besos, de cariño, de cama, de amor. Se quedó a dormir conmigo. Claro, al despertar todo el cuerpo nos dolía. Pero esa felicidad recuperada después de haberla perdido muchos años atrás, esos minutos que alargamos como si fueran los últimos, nos convencieron a los dos de que ya nada nos faltaba, de que ahora sí podemos morir tranquilos…


Y así como nadie vio llegar al joven y a la güerita, tampoco nadie los vio salir. Todos andaban ocupadísimos. Después me dijeron que los que no alcanzaron cuarto se pusieron a coger en cualquier rincón, o en las mesas o hasta en el suelo de la pista de baile. Incluso los músicos. Vamos, hasta Marcial, que nunca se mete con sus pupilas, agarró a la Hermenegilda y se la llevó a la bodega.


Luego, como siempre pasa, empezaron los dimes y diretes, y, conforme se van yendo las semanas y los meses, aumentan las versiones. ¡La de inventos que he oído sobre esa noche! Tal parece que sólo yo me di cuenta de quiénes eran. No fue tan difícil. Cosa de mirarlos con mucho cuidado y de fijarse en los detalles. Por el milagro que lograron conmigo y con don Chepe, empecé a sospecharlo. Pero ya a media mañana, cuando fui al cuarto de mi comadre a ver cómo seguía, entendí de veras a qué habían venido. La Lorenza tenía una sonrisa de felicidad como nunca se la vi antes. Sí, estaba muerta. Bien muerta. Pero feliz.


Las ruinas circulares, de Jorge Luis Borges

 

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.

El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.

Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.

A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.

Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.

Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.

En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.

El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido… En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.

Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.

Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.

El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.


La ley de Herodes, de Jorge Ibargüengoitia

 

Sarita me sacó del fango, porque antes de conocerla el porvenir de la Humanidad me tenía sin cuidado. Ella me mostró el camino del espíritu, me hizo enten­der que todos los hombres somos iguales, que el único ideal digno es la lucha de clases y la victoria del pro­letariado; me hizo leer a Marx, a Engels y a Carlos Fuentes, ¿y todo para qué? Para destruirme después con su indiscreción.

No quiero discutir otra vez por qué acepté una beca de la Fundación Katz para ir a estudiar en los Estados Unidos. La acepté y ya. No me importa que los Estados Unidos sean un país en donde existe la explotación del hombre por el hombre, ni tam­poco que la Fundación Katz sea el ardid de un capitalista (Katz) para eludir impuestos. Solicité la beca, y cuando me la concedieron la acepté; y es más, Sarita también la solicitó y también la aceptó. ¿Y qué?

Todo iba muy bien hasta que llegamos al examen médico… No me atrevería a continuar si no fuera porque quiero que se me haga justicia. Necesito jus­ticia. La exijo. Así que adelante…

La Fundación Katz solo da becas a personas fuertes como un caballo y el examen médico es muy riguroso.

No discutamos este punto. Ya sé que este examen médico es otra de tantas argucias de que se vale el FBI para investigar la vida privada de los mexica­nos. Pero adelante. El examen lo hace el doctor Philbrick, que es un yanqui que vive en las Lomas (por supuesto), en una casa cerrada a piedra y cal y que cobra… no importa cuánto cobra, porque lo pagó la Fundación. La enfermera, que con seguridad traicionó la Causa, puesto que su acento y rasgos faciales la delatan como evadida de la Europa Libre, nos dijo a Sarita y a mí que a tal hora tomáramos tantos más cuantos gramos de sulfato de magnesia y que nos presentáramos a las nueve de la mañana si­guiente con las “muestras obtenidas” de nuestras dos funciones?

¡Ah, qué humillación! ¡Recuerdo aquella noche en mi casa, buscando entre los frascos vacíos dos adecuados para guardar aquello! ¡Y luego, la noche en vela esperando el momento oportuno! ¡Y cuando llegó, Dios mío, qué violencia! (Cuando exclamo Dios mío en la frase anterior, lo hago usando de un recurso literario muy lícito, que nada tiene que ver con mis creen­cias personales.)

Cuando estuvo guardada la primer muestra, volví a la cama y dormí hasta las siete, hora en que me levanté para recoger la segunda. Quiero hacer no­tar que la orina propia en un frasco se contempla con incredulidad; es un líquido turbio (por el sul­fato de magnesia) de color amarillo, que al cerrar el frasco se deposita en pequeñas gotas en las pa­redes de cristal. Guardé ambos frascos en sucesivas bolsas de papel para evitar que alguna mirada penetrante adivinara su contenido.

Salí a la calle en la mañana húmeda, y caminé sin atreverme a tomar un camión, apretando con­tra mi corazón, como san Tarsicio Moderno, no la Sagrada Eucaristía, sino mi propia mierda. (Esta me­táfora que acabo de usar es un tropo al que llegué arrastrado por mi elocuencia natural y es indepen­diente de mi concepto del hombre moderno.) Por la Reforma llegué hasta la fuente de Diana, en donde esperé a Sarita más de la cuenta, pues había tenido cierta dificultad en obtener una de las nuestras. Llegó como yo, con el rostro desencajado y su envoltorio contra el pecho. Nos miramos fijamente, sin decirnos nada, conscientes como nunca de que nuestra dignidad humana había sido pisoteada por las exigencias arbitrarias de una organización típicamente capitalista. Por si fuera poco lo anterior, cuando llegamos a nuestro destino, la mujer que había traicionado la Causa nos condujo al laboratorio y allí desenvolvió los frascos ¡delante de los dos! y les puso etiquetas. Luego yo entré en el despacho del doctor Philbrick y Sarita fue a la sala de espera.

Desde el primer momento comprendí que la inten­ción del doctor Philbrick era humillarme. En primer lugar, creyó, no sé por qué, que yo era ingeniero agrónomo y por más que insistí en que me dedicaba a la sociología, siguió en su equivocación; en segundo, me hizo una serie de preguntas que salen sobrando ante un individuo como yo, robusto y saludable física y mentalmente: ¿qué caso tiene preguntarme si he tenido neumonía, paratifoidea o gonorrea? Y apuntó mis respuestas, dizque minuciosamente, en unas hojas que le había mandado la Fundación a propósito. Luego vino lo peor. Se levantó con las hojas en la mano y me ordenó que lo siguiera. Yo lo obedecí. Fuimos por un pasillo oscuro en uno de cuyos lados había una serie de cubículos, y en cada uno de ellos, una mesa clínica y algunos aparatos. Entramos en un cubículo: él corrió la cortina y luego, volviéndose hacia mí, me ordenó despóticamente:

—Desvístase.

Yo obedecí, aunque ya mi corazón me avisaba que algo terrible iba a suceder. Él me examinó el cráneo aplicándome un diapasón en los diferentes huesos; me metió un foco por las orejas y miró para adentro; me puso un reflector ante los ojos y observó cómo se contraían mis pu­pilas y, apuntando siempre los resultados, me oyó el corazón, me hizo saltar doscientas veces y volvió a oírlo; me hizo respirar pausadamente, luego, contener la respiración, luego, saltar otra vez doscientas veces. Apuntaba siempre. Me ordenó que me acostara en la cama y cuando obedecí, me golpeó despiadadamente el abdomen en busca de hernias, que no encontró; luego, tomó las partes más nobles de mi cuerpo y a jalones las extendió como si fueran un pergamino, para mirarlas como si quisiera leer el plano del tesoro. Apuntó, otra vez. Fue a un armario y tomando algodón de un rollo empezó a envolverse con él dos dedos. Yo lo miraba con mucha desconfianza.?

—Hínquese sobre la mesa —me dijo.

Esta vez no obedecí, sino que me quedé mirando aquellos dos dedos envueltos en algodón. Entonces, me explicó:

—Tengo que ver si tiene usted úlceras en el recto.

El horror paralizó mis músculos. El doctor Philbrick me enseñó las hojas de la Fundación que decían efectivamente “úlceras en el recto”; luego, sacó del armario un objeto de hule adecuado para el caso, e introdujo en él los dedos envueltos en algodón. Comprendí que había llegado el momento de tomar una decisión: o perder la beca, o aquello. Me subí a la mesa y me hinqué.

—Apoye los codos sobre la mesa.

Apoyé los codos sobre la mesa, me tapé las orejas, cerré los ojos y apreté las mandíbulas. El doctor Philbrick se cercioró de que yo no tenía úlceras en el recto. Después, tiró a la basura lo que cubriera sus dedos y salió del cubículo diciendo:

—Vístase.

Me vestí y salí tambaleándome. En el pasillo me encontré a Sarita ataviada con una especie de man­dil, que al verme (supongo que yo estaba muy mal) me preguntó qué me pasaba.

—Me metieron el dedo. Dos dedos.

—¿Por dónde?

—¿Por dónde crees, tonta?

Fue una torpeza confesar semejante cosa. Fue la causa de mi desprestigio. Llegado el momento de las úlceras en el recto, Sarita amenazó al doctor Philbrick con llamar a la policía si intentaba revisarle tal parte; el doctor, con la falta de determinación propia de los burgueses, la dejó pasar como sana, y ella, haciendo a un lado las reglas más elementales del compañerismo, salió de allí y fue a contarle a todo el mundo que yo me había doblegado ante el imperialismo yanqui.