lunes, 27 de agosto de 2012

El no-me-olvides de los dioses



Si uno le ordena a los pies dirigirse a la taquería más cercana, éstos obedecen sin mayores complicaciones: el antojo manda, por supuesto. Si uno le pide a su mano subir a la altura de los sobacos para que empiece a rascar, suave y placenteramente, actúa sin ninguna objeción. ¿Entonces por qué no se le ha permitido al hombre tener el mismo dominio sobre su pene? ¿Es acaso una de esas situaciones plenamente irónicas que ha dejado la Vida para el macho? Parece que sí, es precisamente eso, una burla contra nosotros, los afortunados que pertenecemos al sexo masculino. Porque teniéndolo ahí, entre las piernas, a nuestra disposición, no podemos adjudicárnoslo como un súbdito; no podemos proclamarnos su rey, pues antes de la coronación ya había tomado partido por una rebelión en contra nuestra.

Fue un capricho vil, lamentable, la verdad. Aquél o aquéllos que nos crearon, dejaron su firma inmisericorde. Su no-me-olvides. Nos dejaron a nuestra suerte, promoviendo en nosotros la labor del prestidigitador, que tiene que hacer un esfuerzo de concentración, una acrobacia mental y un poco de suerte para que el miembro se levante. Es un arte, un acto consciente (¿o inconsciente?): Tenemos y no tenemos que ver en ello. Pues no se trata sólo de ver a una mujer desnuda, dejarse acariciar, llenar el cuerpo de la fragancia sexual, que active el engranaje sutil de la erección; no. Es algo que fluye de manera natural, debido a la excitación de los sentidos; es un despertar repentino de un espíritu demoníaco, que surge para cumplir con su encomienda; que vive a largos ratos aletargado, en sueños prolongados, con un despertador al lado que le avisa cuando ha llegado el momento de hacer lo que mejor sabe. Pero ese diablo es caprichoso. En los humanos actúa en forma despiadada. No es buena onda con todo el mundo. Que yo sepa, los animales no tienen estos penosos inconvenientes (algún científico: favor de hacerme llegar una liga con información al respecto). No tienen que recurrir a la pastilla azul, por fortuna. Y esto a veces llega a causarles una vergüenza profunda a algunos desafortunados que lo padecen. En ciertos momentos nos tiene que llegar a ocurrir, y tendremos que dar explicaciones minuciosas; o de plano, ser francos: “No sé qué me pasa, pero no quiere”, “Te juro que nunca me había ocurrido”. ¿Pero cuál es la razón? ¿El cansancio?, ¿problemas personales?, ¿falta de excitación?, ¿temor?, ¿inseguridad?, ¿impotencia?

Aquél que no puede cumplir con su labor de ensartador, para acabar pronto, se le ve como si estuviera castrado. Esta situación tiene que ver con cuestiones de dominio, estatus, prestigio, machismo. Quedar al descubierto por un problema así es exponerse al ridículo, a la indignidad. Se pierde valor. Nuestras acciones en la bolsa de valores coital se desploman. Por eso mejor mantenerlo en secreto, guardarlo en una bóveda impenetrable de silencio, cosa poco menos que difícil, pues, al tratar a la mujer, al estar en contacto íntimo con ella, se diluyen drásticamente estas posibilidades. Habría que condenarse a vivir en el ascetismo sexual. Enclaustrarse en un monasterio de abstinencia, y permanecer ahí hasta que llegue diciembre de dos mil doce.

Entonces, ¿cómo se puede resolver este injusto problema? No lo sé, no soy médico de los penes. Ni psicólogo. Sólo mencioné el tema porque Enrique Serna (Ciudad de México, 1959) publicó en el 2010 el libro “La sangre erguida”, una novela entretenida, ágil, adictiva, merecedora del Premio Antonin Artaud (aunque francamente, desde mi humilde punto de vista, de relevancia menor dentro de su extraordinaria obra), que lleva al lector —en este caso, su servilleta— a reflexionar sobre las vicisitudes que tiene que enfrentar el hombre para controlar a plenitud la erección de su fierro. Recomendable.

Pasen, pues’n, a leerlo ya.

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