martes, 24 de noviembre de 2009

Baila como Juana la cubana


Recibí la llamada como a eso de la una y media. Yo estaba en la oficina, trabajando. “¿Puede venir el domingo?”, me preguntó la señora al otro lado de la línea. “Naturalmente”, respondí sin pensarlo mucho y haciéndome una idea mental de lo que podría ocurrir en aquella audición musical. Era la primera vez que lo hacía. El medio en el que me he desarrollado toda mi vida como cantautor y trovador ha sido distinto a eso: Los bares, los cafés, los teatros, las presentaciones en plazas públicas, la guitarra, uno o dos micrófonos; si acaso unos bongós. Y nada más. Pero esto era diferente. Recordé a mi padre. Su juventud tuvo algunos sobresaltos. Aprendió a tocar los teclados por cuenta propia, sin alguna instrucción profesional, a pesar de que mi abuela era pianista y de las buenas. Cuando papá me contaba sus aventuras, sentía una especie de envidia: amenizaban los bailes, hacían tocadas, fiestas, cantando rolas de la Sonora Dinamita, de los Bukis, ya saben, la pura vida. Pero también me contaba las friegas que se ponían, las desveladas, la bebida… Y de pronto, imaginarme ahí, en medio del escenario popular, cantando rolas de las más chidas, haciendo lo que alguna vez hizo mi jefe, me sorprendió y me encantó de primer momento.
No lo pensé mucho. Me lancé a El Álamo, llegué a la placita principal, “enfrente, ahí va a ver usted unos locales comerciales; pregunte por Carlos, él lo va a atender”. Llegué. Como no queriendo, me asomé. Ahí dentro se escuchaba una música estruendosa. Estuve a punto de regresarme sobre mis pasos, pero ya estaba ahí, qué diablos, hagámoslo. Toqué y salió el tal Carlos ese. Le expliqué la situación, “Ah, ¿usted es el que viene a realizar la audición, primo? Pásele, lo estábamos esperando.” Me presenté. Ellos se presentaron. Muy amables todos, se sentía la buena vibra ahí reunida. “Pues cuando quiera, primo, arránquese.” Tomé el micrófono y pedí una calmadona primero. “¿Se saben la Almohada, de José José?”, por supuesto que se la sabían. Y comenzamos. Primera prueba superada. “Ahora una cumbia, amigo.” Pedí entonces la de “Baila como Juana la cubana”. Me acordé de mi madre pues así se llama, y que de niños le echábamos botana con esa canción, y ella nos regañaba cariñosamente. “Un, dos; un, dos, tres, cuatro.” Y la armonía me puso a bailar, y a gozarla suavecito. Me di cuenta que ese rollo me encantaba, sin sospecharlo. Era diferente y rico, ¡cómo no disfrutarlo! Cuando acordé, ya estaba yo prendiendo a un público imaginario y pidiendo que aplaudieran las chicas, y después un grito, y la atmósfera se tornaba magnífica, sabía que ese momento lo recordaría con harta frescura cuando fuera viejo. “Oye y qué te parece si ahora le damos una norteña”, me pareció genial. Entonces les pedí que lanzaran una de Ramón Ayala, de mis favoritas en las pedas con los borrachos de mis cuates, “Mi tesoro”: esa canción varias veces puso a llorar a un cuate allá en Matamoros, porque era “una música que desgarra el alma, cabrón”, nos decía para explicar el motivo por el cual se le había venido el sentimiento. Y sí, mientras la canté y sentí el acordeón rematando las frases dulzonamente melancólicas que tenía la letra, me di cuenta que podía darle la razón a mi amigo. Finalmente siguió una rockerona. “Me sé una de Enanitos Verdes, la de Lamento Boliviano”, y esa fue la que interpretó la Banda Italia, el conjunto santiaguero que lanzó la convocatoria. Al término de la audición me hicieron el ofrecimiento formal: “Tienes madera para esto, te desenvuelves muy bien en el escenario y además te salen muy afinadas las canciones. Nos gustaría que fueras el vocalista principal del grupo”. No pude darles una respuesta en ese momento, les dije que lo pensaría. Nos pasamos nuestros teléfonos y me despedí de todos con un fuerte apretón de manos.
Ya de vuelta a casa, mientras manejaba el coche, me puse a pensar en esa onda de los grupos versátiles, que tocan en fiestas, bodas, reuniones, cierres de campaña, y recordé a mi padre en sus buenos años de músico. Pero también me vino a la mente su enfermedad... Fue una experiencia fregona, sin lugar a dudas. Me salí de la rutina y me olvidé de Monterrey y su acelerado andar cotidiano. Pero ya hablando en serio, creo que no es lo mío. Hablaré al manager del grupo para agradecerle su tiempo y hospitalidad al recibirme para su audición.
Pero, ¿qué es realmente lo mío? ¿La informática, la literatura, la música? ¿Qué nos hace elegir una forma de vida u otra? ¿Se puede pasar uno toda la vida sin sobresaltos siendo un oficinista comprometido con la estabilidad un empleo bien remunerado? ¿La felicidad es un constante camino espinoso del cual tenemos que ir aprendiendo a disfrutar los pequeños rasguños que nos vaya dando mientras lo transitamos? ¿Es un continuo vaivén, un constante elegir? No sabría decirlo. Pensaré, sin embargo, por espacio de algunos días más, y sonreiré, en aquel intérprete de cumbias guapachosas (¡ahora todos un grito, eh, eh, gózalo, mi negra!) en el que nunca me convertiré.

martes, 17 de noviembre de 2009

Una posible explicación


Anoche vi un fantasma. O mejor dicho, lo que en primer instancia y dicho de manera apasionada, sin un mínimo de prudencia, podría ser el resultado de una experiencia sobrenatural. Les contaré cómo estuvo y vamos sacando conclusiones detenidamente. Yo estaba dormido, plácidamente, soñando cosas ricas; no tengo que ser muy explícito al respecto. Cuando de pronto, de la nada (y con un giro absoluto de mi sueño) me encontraba acostado en mi propia habitación, como si aquel otro sueño encantador hubiera terminado y enseguida me hubiera insertado a la realidad, de trancazo. Estaba a media oscuridad, yo tenía las cobijas encima de mí cuando sentí que alguien se me había subido y me aplastaba con su peso. No podía moverme pero al principio no sentí un miedo abrumador, sólo me sentí desconcertado. Pero luego la cobija se corrió un poco y le vi el rostro, estaba casi junto del mío: era un viejo. Prieto, prieto. Y era flacucho, el pobre. Me miraba como indiferente, ni siquiera hacía esfuerzos por querer parecer terrorífico. Pasó acaso un minuto. De pronto, comencé como a asfixiarme. Ahí fue cuando ahora sí ya sentí desesperación. Intenté gritar, moverme, pero no lo conseguía. Mientras más esfuerzo hacía por sacudirme y quitarme al ruco, más en desesperación entraba. En ese sueño (lo declaro sueño) tenía la firme convicción de que me encontraba en casa de mis padres, en Matamoros, cuando hace un año y medio que vivo en Allende, solo. Finalmente pude sacar un alarido muy extraño, más como de nena asustada que de un hombre fuerte que solicita un poco de ayuda. Me da un poco de pena contarlo, pero ni modo, así sucedió. Después de unos segundos, la experiencia terminó. Volví de un fregadazo a la realidad pero aún me encontraba agitado. Luego esa sensación de miedo se fue disipando muy rápidamente al comprender que todo había sido una pesadilla.
¿Pero qué fue lo que realmente ocurrió? Ahí me tienen que esa mañana consulté la sabiduría infinita del Internet y descubrí que lo que yo había vivido (y que me había parecido al principio algo “espectacular y poco conocido”), resultó ser lo más normal de la vida y tenía nombre y apellidos propios: se llamaba Falso despertar y Parálisis del sueño. En el primero, uno sueña que se ha despertado, es decir, tú crees que ya estás viviendo la realidad y actúas muy campante, como silbando en medio de un día soleado; pero no, ¡estás dormidísimo! Y la parálisis del sueño sucede durante la etapa REM del sueño (Movimiento ocular rápido, por sus siglas en inglés), en la cual el cuerpo queda paralizado por un mecanismo cerebral que impide que los movimientos que se producen en el sueño se lleven a cabo de forma real por el cuerpo, ya que esto podría poner en peligro la propia integridad física, moviéndose únicamente los ojos. He ahí la explicación, fácil y sencilla. Por eso no me podía mover, y por eso no pude gritar para que alguien me escuchara y me sacara de ese letargo involuntario. También leí que “debido a las características que presenta este tipo de fenómenos —dice el doctor Carlos Solís Pérez en otro artículo— la gente lo ha asociado a aspectos de tipo paranormal, embrujos o demoniacos, relacionados con seres malignos, ya sea personas, fantasmas o animales. Pero la realidad es que esa sensación puede ser resultado del estrés y la ansiedad, o bien de abundante alimentación antes de ir a dormir, de falta de vitaminas o de problemas con la dieta.” Ahí lo tienen, sólo fue un problema fisiológico. No se hable más del asunto.
Aunque, esa misma noche, antes de dormir, le platiqué a mi novia la experiencia pero sazonado con un poco de limón y reteharta salsa, ya saben, nomás por el puro placer de exagerar al máximo las pequeñeces de la vida, y cuando terminé de contarle se puso seria. Yo también me puse serio por su seriedad. Le pregunté, “oye mi amor, ¿no te gustó lo que te conté o tú también tuviste una experiencia similar en el pasado?” Siguió en silencio. Me preocupé. Con un poco de desconfianza, con voz entrecortada, soltó las palabras que me pusieron la carne de gallina: “La persona que me describiste en tu sueño era mi papá”, que había fallecido hace 4 años al que yo, por supuesto, nunca había visto.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Décimas polvorosas


Aquí les dejo estas décimas extraordinarias que mi gran amigo Trejo (cantautor lagunero) escribió generosamente para este blog. Gracias, vato:


Por eso entre líneas digo
Mi anuncio, mi comercial:
Otro maíz al maizal
Se suma como testigo.
Inauguró un blog mi amigo,
Como manda o penitencia.
La religión y la ciencia
Convergen en este espacio,
El papa, Borges y Horacio,
Asisten con diligencia

En red a este vecindario
A esta caja de pandora,
Que no excluye ni adora.
Pues da lo mismo un sicario
Con metralleta o rosario,
O un fray comiendo manzanas,
Que esconde tras la sotana.
Que sirva de suerte, pues,
Lo que ha dejado Espinel
Y que ensayé esta mañana.

Ya con ésta me despido
Como invitación formal.
A un lado del mezquital,
Donde está el cactus erguido,
Este buen blog ha nacido.
Prepárense pues, de veras,
Es zona de tolvaneras
Con un punto y blogspot.
Venga, señora, señor,
Encontrará lo que espera.

martes, 3 de noviembre de 2009

Pequeñas dosis de electroshock al cuento clásico


Es un placer ver, para amantes del cuento como yo, que un libro de relatos salga a la luz pública, y más aún, que dicha colección sea dada a conocer en la región en la que uno vive, en estos tiempos en los que, supuestamente, el cuento, como género literario, agoniza. Son cada vez más los escritores que van mudando de piel y vislumbran en la novela, una forma garantizada de ver publicada su obra. Lamentablemente, las editoriales a nivel nacional e internacional (como Alfaguara, Planeta, por mencionar sólo algunas), les dan la razón: La aparición de nuevos libros de cuentos en las librerías, no digamos laguneras, ni mexicanas, sino globales, es escasa. La atención generalizada de los lectores, por consecuencia, se enfoca en la novela, y de manera simplista —en el peor de los casos—, en la novela comercial, aquella que podemos desechar a la basura sin haberle hecho daño a nuestro sagrado tótem de las letras mundiales. Aquellos autores que aún apuestan por la narrativa corta ven reflejadas sus esperanzas, entonces, en las editoriales promovidas por fondos públicos o de carácter personal: Y es que no hay otra opción, de verdad, jóvenes y señoritas, más que acogerse a la bondadosa ayuda del gobierno, o de plano, buscar pegarle a un primer puesto en concursos nacionales o estatales para ver si así alguien le hace caso a nuestro pobre libro de relatos.
En este contexto nada alentador para El Cuento (es inevitable acordarse de aquella revista maravillosa del maestro Edmundo Valadés, pues ahí el cuento se regocijaba de existir) emerge de los charcos inexistentes del Río Nazas, “Ojos en la sombra”, de Jaime Muñoz Vargas, acogido por la Colección Siglo XXI Escritores coahuilenses, en el 2007, editado por la UAdeC. Este escritor lagunero, no conforme con haberse hecho una especie de reto al escribir, a la vuelta de cuatro años, poco más de 40 cuentos (como él mismo lo afirmó en la presentación de su libro, en el foyer del Teatro Nazas, ante más de 200 personas), también ha lanzado una advertencia —y con ello, quizá sin proponérselo, una delimitación de sus terrenos—: sus textos atienden a la forma clásica del cuento. ¿Por qué el autor de “Las manos del tahúr” quiso clasificar su narrativa corta? ¿Para que tuviera más credibilidad? ¿Para encauzar la concepción del lector a la hora de que éste engullera sus historias? ¿Para dar, cual paramédico desesperado, una pequeña dosis de electroshock al cuento clásico, que permanece en estado comatoso? Trataré de entrarle al quite, pues, y veré, en la medida de mis precarios conocimientos literarios, si tales escritos encajan en la idea que, el también aficionado a los Vaqueros Laguna, trata de transmitirnos en su epílogo.
Veamos, en primer lugar, a qué se refiere Muñoz Vargas cuando habla de cuento clásico: “Creo con Piglia y con muchos otros narradores/críticos que en todo cuento fluyen dos historias: una evidente y otra filtrada en los intersticios del asunto eje; creo también con el autor de Plata quemada que todo cuento camina hacia adelante pero tiene dos rostros o, si se prefiere, posee ojos en la nuca, lo que le permite avanzar sin dejar de ver un solo momento hacia atrás; creo en la imbatible maquinaria del principio, el medio y el fin incluso en los microrrelatos; creo que cada pieza brilla más si incorpora algún relente de cuidadosa ambigüedad; creo en el fabuloso poderío del recconto; creo que con sutileza deben sembrarse varios pormenores cargados de “proyección ulterior”, como recomendó otro argentino algo famoso; creo por último que en las líneas finales deberá apoyarse el brazo de palanca que empuje hacia la superficie lo maliciosamente enunciado en el corpus de un relato; lo demás —si hay ‘demás’— es encanto, intuición, lo que se trae o no se trae, el tempo, lo que no se puede explicar, el misterioso ‘no sé qué’ (...) No sé si esa sencilla preceptiva fue acatada, así sea parcialmente, en el caso de las diez piezas que configuran este libro. Al menos lo intenté, pues no deseo trazar historias deshuesadas, ‘prosa poética’, ocurrencias pasadas de contrabando como cuentos (…)”
Lo que acabamos de leer es una síntesis casi perfecta de la definición de cuento clásico. Lo que muchos críticos han expuesto en tesis o en libros de estudio del género, Jaime lo ha resumido en pocas líneas: Es más fácil dominar un juego si se conocen de antemano las reglas del mismo. Y más aún. Es mucho más llevadero escribir una historia si se sabe cómo quiere contarse y bajo qué condiciones plantearla. Lauro Zavala, escritor e investigador mexicano, tiene la noción, un tanto similar, de que el cuento clásico es una representación convencional de la realidad: “Siguiendo la poética borgesiana, que establece que en todo cuento se cuentan dos historias, diremos que en el cuento clásico la segunda historia se mantiene recesiva a lo largo del cuento y se hace explícita al final como una epifanía sorpresiva y concluyente.”
En “Ojos en la sombra” encontramos 10 historias divididas en 3 secciones: Frustraciones, Apetencias y Puentes. Esta forma personal de englobar los cuentos obedece a la temática de los mismos. “La insoportable mezquindad del ser”, “Así bailaba Zaratustra” y “Egolatría en defensa propia” conforman la primera de esas partes. En ellos, el autor nos relata en primera persona, con un tono evidentemente humorístico e irónico, las frustraciones irremediables de sus 3 protagonistas, que están en vísperas del fracaso. Ambientados en La Laguna, los personajes son víctimas de sus propias ilusiones: Un aspirante a escritor (que no puede franquear ese vacío creativo) en su rendición definitiva, tiene que conformarse con el premio de consolación que es vender hamburguesas para subsistir, mientras se lleva, en el camino de su desgracia, a un viejo amigo escritor que realmente escribe; o aquel extraño filósofo lagunero, apodado Zaratustra, que ni con todo ese cúmulo de conocimientos, que gira en su cabeza como tolvanera desquiciante, puede tener un mínimo de sentido común para ligar a una apetecible jovencita; o el renombrado investigador literario, que busca posicionarse en su nueva plaza en el gobierno, y por su egoísmo descarnado, no logra darse cuenta que una secretaria ha puesto sus nobles ojos en sus huesos. Estos cuentos logran crear la tensión natural necesaria para que el lector no pierda de vista los pormenores de la trama. En una lectura superficial, podemos rescatar una historia aparentemente anecdótica, donde suceden una serie de hechos con una secuencia lineal y tal vez sencilla; pero ojo, al adentrarse en la estructura narrativa de fachada simple, se va dando uno cuenta que hay algo más: es ahí, precisamente, donde podemos apreciar la malicia del autor. Nos vamos dejando llevar por la corriente de los acontecimientos, río abajo, cuando no sospechamos siquiera, que es el mismo escritor quien ha preparado ya los cauces necesarios para llevarnos directo a donde desemboca una cascada: una vez en picada, no podemos volver atrás; el autor nos tiene a su merced. Cuando menos esperamos, vemos que esa historia ocultaba otra todavía más trascendental y que se lee entre líneas, en otra relectura, como en una especie de revelación. Todo cuento que no da lugar al asombro, no merece sobrevivir en esta jungla que llamamos literatura.
En “Apetencias” encontramos “Tras el rastro del orgullo”, una increíble y rara historia de un detective literario que con sus conocimientos en las letras latinoamericanas logra descifrar el misterio detrás de un secuestro no sabemos si ficticio o real. “Papá Matías” dejar ver, hasta ahora, un cambio en la estructura clásica del cuento, para encajar, creo yo, más bien en el concepto de cuento moderno; hablo de esos giros cortazarianos en los que no sabemos en qué momento la realidad y el tiempo literarios se mezclan, se funden, como teoría de la relatividad, para dar paso a una nueva manera de contar las cosas: la de un escritor describiendo una historia que a final de cuentas era sólo el argumento de uno de sus relatos, en donde una jovencita trata de sacar adelante la economía familiar, a pesar de la actitud al principio conservadora del padre, y que para cuidarla de los borrachos, tiene que llevarla él mismo al bar donde trabaja de mesera, en los diablitos traseros de su bicicleta. “Transmisión diferida” es la historia más larga de la compilación y la más divertida. En ella, el narrador nos da los pormenores de un tipo que trata de aventurarse en un canal miserable de televisión, el 2. Él y un amigo se ven de pronto envueltos en la narración de un partido de futbol americano (que nadie verá), sin saber que su esfuerzo, al final, será engullido por una falla técnica propias de un canal televisivo que sobrevive de puro milagro.
En Puentes, leemos a un escritor con un tono solemne y con tintes extrañamente políticos. En “Cross al ángel rubio” el autor vierte una vivencia cruel sobre la Argentina del 78, y menciona, con un acento argentinizado (producto, quizá, de sus ya constantes viajes a la tierra de Borges y de Sábato), a grandes autores como Tomás Eloy, Piglia y Walsh; “Las grandes alamedas” muestra a un niño precoz de nombre Antar, donde su infancia queda marcada por la política, en lugar de ir a jugar futbol o cazar lagartijas con los otros niños, evocando, de paso, el último discurso apasionado y conmovedor de Salvador Allende, antes del golpe militar en Chile; y “Soy Bonavena” recuerda aquel relato memorable de Cortázar, “Torito”, donde Muñoz Vargas, a través de su narrador, se pone en la piel de un boxeador retirado que añora los buenos tiempos cuando era famoso y conocido en todo Gómez Palacio. “Venganza en Buenos Aires”, es quizá el cuento menos afortunado de la colección, de un tipo que lo estafan doblemente en aquel D.F. Argentino.
En suma. Es notable la evolución del lenguaje utilizado por Muñoz Vargas: una prosa limpia, un habla identificado plenamente con la Comarca Lagunera, pero que puede ser interpretado por cualquier lector del mundo debido al trabajo concienzudo y eficaz de su pluma metafórica, que utiliza de manera totalizante e incisiva, dando muestras de lo bien engrasadas que están sus herramientas literarias, propias de un oficio que ha perfeccionado a lo largo de su carrera. Jaime, hay que decirlo, se ha convertido, si no en el mejor escritor lagunero, sí en el referente obligado para situar nuestra literatura a nivel nacional. Uno se queda corto al decir esto, pues debido a la generosidad del escritor gomezpalatino, nuevas generaciones, en la que me incluyo, se han formado en la escuela literaria que es su persona; además de las muchas presentaciones, e innumerables eventos, a los que acude con o sin paga de por medio, para enriquecer el mundillo cultural en el que estamos sumergidos.
Entonces, amables lecto-escuchas, ya para cerrar esto de trancazo, me pregunto: ¿Qué clase de cuentos querrán leer o escribir las nuevas generaciones? ¿A qué tipo de lectores querrán dirigirse los nuevos cuentistas? ¿A los lectores de literatura comercial? ¿O acaso a un público selecto, una especie de lector inteligente? ¿De qué herramientas se valerá el autor para vaciar sus historias cortas? ¿El cuento clásico busca un público menos exigente y el moderno o posmoderno uno más especializado? Eso, depende, obviamente, de la pericia del escritor, y no está peleada una cosa con la otra, por supuesto. Por lo pronto, me conformo con pensar que los cuentos que ahora nos presenta Jaime, serán un deleite vital para los lectores, y servirán, al mismo tiempo, para darle un respiro de boca a boca a ese género que, por momentos fugaces, parece desfallecer. Hablo, señores, de esa forma sabrosa, y quizá la más efectiva, de contar una historia en pocas cuartillas: el cuento clásico.

La moral


Hace poco vi dos películas en el cine que me provocaron un debate interno acerca de hasta qué punto el Hombre puede autoengañarse al vivir sumergido en las profundidades de un mundo moralmente correcto. Se presentan en ellas dos situaciones. Pongan, pues, ustedes atención: Un hombre tiene un romance con una mujer. Parecen ser la pareja perfecta. Se aman. Son, de manera simultánea, el amor de sus vidas; pero una chica se interpone en la relación. Con mentiras, con malos entendidos, “la mala del cuento” provoca que la pareja tenga un rompimiento. Pasan los años, cada quien hace su vida y consiguen nuevos amores: el hombre se compromete con una joven estudiante y la mujer hace planes para irse a vivir con el chico en turno a la bella ciudad de Paris. Todos felices hasta aquí. Hasta que por obra del destino (dirían los románticos), los exnovios se reencuentran. Con ello surgen también los antiguos calores corporales, las viejas sensaciones, los recuerdos punzantes que cosquillean el alma. Saben en el fondo que siguen amándose. Aunado a ello, la chica que se había interpuesto entre ellos les confiesa, en un arrebato de culpabilidad, que ella lo había provocado todo, su rompimiento y mortal desilusión. La antigua pareja, asimilando esta tremenda revelación, al ver el grave error en el que habían caído, deciden volver, importándoles poco, o más bien nada, que a sus respectivos amores se los llevara la fregada. Es aquí donde me entra el dilema. ¿Qué podían haber hecho? ¿Seguir con sus vidas como si nada hubiera ocurrido? ¿Dejarse llevar por el cauce natural de las cosas? ¿Qué es lo correcto aquí, moralmente hablando? ¿Hacerle caso a lo que dicta el corazón? ¿O hacerle caso a los libros que hablan acerca del bien y el mal? ¿Qué es más malo?: ¿Darles una patada en el trasero a sus respectivas parejas para volver ellos, o cercenar de tajo sus propias pasiones para seguir en la estabilidad de sus actuales compromisos? Yo aún no lo sé. Quizá todos haríamos lo que efectivamente terminaron haciendo, pero mi pregunta no era esa, sino la otra ya planteada con diferentes matices.
En fin. En la otra película se plantea lo siguiente: En un terrible accidente de carros mueren siete personas. El hombre que manejaba uno de los coches (y que provocó la colisión al contestar un mensaje en su celular) misteriosamente sobrevive. Pero de ahora en adelante, la culpa no lo dejará vivir en paz. Después de una bien elaborada trama, descubrimos que este tipo, para compensar el acontecimiento desafortunado, habrá de escoger a siete buenas almas (en este mundo despiadado) para regalarles algo de sí, no sólo dinero o apoyo moral, sino que, ¡agárrense!, planea quitarse su propia vida para donarles sus órganos. Aquí es donde me entra el dilema otra vez. ¿Puede hacer uno cosas buenas con cosas malas? ¿Puede uno hacer con su vida lo que le plazca al grado de regalar a los demás sus órganos en el momento en que uno lo determine, aún a costa de la propia vida? ¿Qué no el suicidio es considerado en muchas culturas como algo malo? ¿Quién determina qué pagos o qué castigos debemos cumplir para enmendar los daños que hemos provocado en el pasado? ¿Existe un catálogo certero que indique los pasos que debemos seguir para sanar nuestras almas? ¿Puede uno pasarse la vida haciendo el bien sin contradecirse? ¿Se pueden equilibrar perfectamente nuestras acciones de manera que lo que hagamos resulte bueno siempre? ¿Puede uno, en medio de un laberinto de sensaciones, vivir sumergido en las profundidades de un mundo moralmente correcto?
Yo no lo sé. De ahí que les preguntara.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Forastero


Lo que descubro en este pueblo no es nada nuevo: cada país, región o ciudad (incluso cada barrio) tiene sus propias costumbres. Las sociedades van estableciendo las reglas de convivencia que sus ciudadanos irán asimilando con el paso de los años, para forjar así, las formas de vida propias de cada lugar. De esta manera, un grupo de habitantes puede tener costumbres distintas a las de su comunidad vecina, no importando que los divida, apenas, una sola calle: las reglas cambian con pasar de un ámbito a otro.
Allende, Nuevo León (ciudad a 45 mins. de Monterrey y lugar donde ahora radica un servidor) no escapa a estos conceptos de territorialidad. Sus pobladores han establecido a lo largo de su existencia una serie de reglas no escritas que se tienen que acatar sin excepción —aunque no formen parte de las leyes de gobierno—, pues se corre el riesgo, de no hacerlo, de ser rechazado socialmente (en el mejor de los casos) y ser visto con malos ojos ante la moral ya establecida. Esto es muy común en todo el mundo a pesar de estar en plena era de modernidad. Pero la realidad es que así son las cosas por aquí, y llama la atención la cercanía geográfica pero, irónicamente, una distancia ideológica con sus vecinos los regios, donde, estos últimos, han adquirido una forma de vida anárquica comparada con la del resto del norte… Es extraño, pero cierto.
Estas son, pues, algunas de esas reglas no escritas que nos encontraremos, invariablemente, entre los allendenses, y las presento aquí como si un patriarca de barbas blancas, botas y sombrero, las estuviera dictando desde la cima de una montaña:

1. Pasearás por las calles, con el volumen del estéreo a toda potencia, con música preferentemente norteña. No importa la hora, no importa el momento: Los bajos deberán retumbar los cristales de las casas por donde transita el automóvil; qué le hace que se despierte la gente, qué le hace que los vecinos necesiten seguir descansando. Deberá sentirse nuestra presencia, la gente deberá saber que pasamos por ahí.
2. Si eres muchacha deberás haberte casado antes de los veinte años: después de esa edad, pasarás a ser oficialmente una “quedada”.
3. Si eres alcalde o regidor, no permitirás que se establezcan cines, antros o salas de masaje, pues estos lugares de perdición podrían quebrantar la tranquilidad moral de nuestros ciudadanos.
4. Si tienes lana o eres narco, tu casa deberá rallar en lo ostentoso, tendrá habitaciones amplias, patios bien cuidados, con 2 o 3 autos de lujo estacionados en sus cocheras.
5. Los jóvenes deberán pasearse los fines de semana alrededor de la Parroquia de San Pedro Apóstol, dando vueltas y vueltas en sus coches (ver regla 1) hasta el infinito, y estará estrictamente prohibido bajarse a hacer plática con los demás chicos, que también estarán dando vueltas sin cesar.
6. Habrá uno o dos gimnasios, cuando mucho. Las mujeres que asistan a estos lugares del demonio (en caso de que sus maridos les den el debido permiso) deberán ser recatadas. Harán su rutina de manera silenciosa, sin intercambiar palabra con hombre alguno, y de atreverse a hacerlo, la plática no deberá sobrepasar los 2 minutos y sólo será para intercambiar datos muy prácticos, como el clima, o preguntar si ya ha desocupado tal aparato de ejercicio.
7. Deberás acelerar tu coche a más de cien por hora, aunque tengas que pararte en cada esquina para respetar el alto. De lo que se trata es de que tus llantas rechinen y se escuche el estruendo de tu motor hasta Santiago, pueblo vecino.
8. Los hombres deberán saludar a toda aquella persona que se cruce en su camino, sin discriminar color, posición o musculatura, pues el saludo permite establecer vínculos sociales con sus conciudadanos. De no responder el saludo la persona aludida, se sabrá entonces que es un forastero, el cual seguramente pretenderá, de una forma u otra, quebrantar el equilibrio establecido, pues más le valiera a esa persona acostumbrarse a estos oficios menesterosos, si no quiere morir de aburrimiento en el intento.

La bienvenida

Novia, familia, amigos, desconocidos, prófugos de la justicia, vouyeristas, señor interventor de la Secretaría de Gobernación, vatos y vatas, gente sin quehacer... Queda oficialmente inaugurado este espacio [escuela, deportivo y/o parque de entretenimiento] para su insano esparcimiento. ¿Para qué? Pues para parlotearles un poco de lo que sé o creo saber más o menos bien: sobre mi vida, la literatura, la música, y una que otra burrada que vea por ahí y que me parezca interesante chismearles. No seré ambicioso: los grandes temas se los dejo a los sabiondos... Prometo lanzar por lo menos un texto semanalmente, es decir, los textos saldrán calientitos los lunes por la mañana; o depende: si ando de buenas, pues unos dos, manquesea... Sale, pues, espero no desperdiciar (de forma lamentablemente) los 5 minutos que le dediquen a la lectura de este blog... ¡Adiós, Nicanor!